Antonio Salgado
Crónicas para recordar
Frankfurt, 10 septiembre de 1966, Cassius Clay vence por KOT en el 12º a Karl Mildenberger. Campeonato mundial de los pesos pesados WBC.

¿Lo que vimos a través de la pequeña pantalla fue, en realidad, un combate de boxeo? ¿No fue, quizás, trozos de un ballet moderno donde un Nijinsky de piel pigmentada, con guantes de seis onzas, hilvanó la danza más extraordinaria en la larga historia de este deporte de contacto? Si el fabuloso Jack Jonson fue el primer peso pesado que revolucionó el pugilismo por su forma de boxear “de puntillas”, Cassius Clay viene siendo el único que gana sus combates con vertiginoso ritmo musical.

¡Qué apetitoso cebo para todos sus rivales, que le ven con esa guardia escandalosamente abierta, con esa barbilla en posición de ser pulverizada de simple directo! Cuando boxeaba Jack Dempsey, cuando subía al ring Carpentier, cuando actuaba el recordado Joe Louis, usaban para su custodia personal los clásicos “policemen” de turno. Pero cuando boxea Clay, estos mismos gendarmes tienen que ser ayudados por sus perros policías… El boxeo ha sido -y es- sin duda, también, una forja de mitos. Crea ídolos fuertes y valientes como todos los hombres quisieran ser.

El espectáculo televisivo tuvo acentuados contrastes. Vimos a un Clay vociferante, apayasado, con ademanes de Enrique Guitar en “Las manos de Eurídice”. Pero también lo vimos ejemplarmente serio cuando tenía que estarlo, firme como un soldado inglés, cuando ante el mayor respeto y acato oía el himno nacional norteamericano. Es de risa pensar que este muchacho de sólo 24 años haya sido descartado del servicio militar por “sus escasas aptitudes mentales”. Y es que viéndole boxear con la inteligencia que lo hace, con el aplomo que descubre un estudio previo, con la sabiduría de su estrategia, tenemos necesariamente que aceptar que dentro de aquella cabeza orlada de anillada pelambrera hay algo que piensa, medita y realiza, sobre esta masa de músculos prominentes y perfectamente uniformados , debe haber un cerebro despierto y rápido.

James Figg, el primer campeón del boxeo moderno, allá por el año 1700 tuvo su mérito al haber comprendido que la supremacía del hombre sobre el hombre- hasta aquel entonces confiada al sable y a la pistola- no se lograba exclusivamente matando al adversario, sino que bastaba ser mejor que él. No se debe olvidar que aquellos años eran los de Jorge I de Inglaterra y otros reyes inteligentes que dictaban severas normas contra el duelo y contra un secular río de sangre por los motivos más futiles y absurdos. Dos ojos hinchados-pensaba James Figg- siempre son mejor que un vientre abierto por una hoja de acero…

¿No es arte puro, no es supremacía del hombre sobre el hombre, sin otros medios que las únicas armas dadas por la Naturaleza y en la cual no se puede ser cogido por sorpresa, lo que acaba de proporcionarnos este gigantón púgil de color? El boxeo hay que aceptarlo como es; de lo contrario los contendientes serían como fugitivos de una residencia de señoritas. Este público puritano, que se escalofría ante estos avatares, podía hacerlo en otro momento, por ejemplo, a la terminación de dicho match donde al vencedor le estrujaban de júbilo mientras el vencido era solitario náufrago de una isla atestada.

Una deprimente muestra de la dosificación del hombre, de su conversión en objeto dentro de la sociedad capitalista. Sin ningún interés por sí mismo, válido únicamente en cuanto sirve para producir un determinado dinero, en cuanto puede ser explotado; son las víctimas de una sociedad que establece las relaciones humanas desde consideraciones meramente mercantiles; que los utiliza mientras le sirven para obtener un beneficio y luego lo abandona, los arroja al vertedero como el niño sus “Juguetes Rotos”, título de un extraordinario film de Summers que pronto traerá a nuestras pantallas estas realidades.

El alemán, el valiente Mildenberger, no se merecía aquel colectivo desprecio. Fue el suyo un combate heroico, luchando siempre contra el poder ciego de la casualidad, contra aquella sombra que convertía su izquierda en látigo y su derecha en martillo. Su guardia invertida no constituyó obstáculo alguno para el campeón. Mildenberger nos pareció excelente púgil para confrontaciones europeas pero insuficiente para inquietar al imbatido Clay. No pudo, no podía repetir la hazaña de su compatriota Max Schmelling.

¿Cómo ganarle a aquel adversario que no se inmutaba ante su golpear aunque más tarde se los duplicase? Últimamente, en un gran rotativo italiano, poco partidario del boxeo, se leía, a grandes titulares: “Todos los verdaderos peleadores han muerto”. Cassius Clay no es un “peleador”: es un gran artista del ring. Y está vivo.