Daniel Pi
@BastionBoxeo

Después de lo que sucedió con los dos Kovalev-Ward o con los dos Golovkin-Canelo, por citar sólo unos ejemplos, lo que menos necesitaba el boxeo era otra enorme polémica en uno de sus grandes combates. Con todo, ha vuelto a suceder, puesto que el campeonato mundial WBC del peso pesado entre Deontay Wilder (40-0-1, 39 KO) y el exnúmero 1 de la división Tyson Fury (27-0-1, 19 KO) terminó con un empate por decisión dividida sumamente polémico, siendo amplísima mayoría los que creen que Fury hizo más que suficiente para vencer a pesar de padecer dos knockdowns.

Y es que, más allá de los asaltos de las dos caídas, resulta muy complicado darle más de uno o dos rounds a Wilder, ya que Fury ofreció su mejor versión para anular, e incluso dejar en evidencia, al estadounidense la mayor parte del tiempo. Las puntuaciones fueron de 114-112 (juez canadiense) a favor de Fury (la más acertada), de 113-113 (juez británico) y de 111-115 a favor de Wilder, que de ningún modo, ni siquiera remotamente, se hizo con siete rounds, cartulina que demuestra la completa falta de criterio o la total corrupción del juez responsable de ella, el estadounidense de origen mexicano Alejandro Rochin.

El combate hasta el noveno asalto no tuvo ninguna historia, más bien fue un monólogo de Fury, que hizo fallar a Wilder incontables veces su demoledora derecha recta. Sin poder apoyarse en ese puño, todo el boxeo de “The Bronze Bomber” se hundió, mostrándose lo sumamente limitado que es. Por su parte Fury, sin esforzarse demasiado ni tomar excesivos riesgos, podía desplazarse, usar su jab arriba y abajo, conectar crochés zurdos abiertos, usar muy eventualmente el uno-dos e impactar algunos buenos contragolpes, todo ello acompañado de gestos fanfarrones y provocadores como ponerse las manos en la espalda, levantar los brazos, sacar la lengua, etc.

Es cierto que el estilo de Fury no gusta a todos, ni mucho menos, pero, justificada e imparcialmente, se piense lo que se piense de él, dejó instantes de tremenda calidad, sorprendiendo cómo un hombre de 2,06 m y 116 kg podía efectuar tan buen boxeo elusivo.

Si bien Wilder señaló antes del combate que se equivocaban los que pensasen que sólo iba a dedicarse a buscar su derecha, esto resultó enteramente falso, puesto que en incontables ocasiones tiró y erró esa mano, muchas veces lanzándola mal posicionado y desde demasiado lejos, sólo pudiendo llegar de vez en cuando con algún jab y algún gancho sin mayores consecuencias, especialmente al ser frenado por un clinch.

Sin embargo, en el noveno asalto Wilder, que tenía la cara enrojecida y el ojo izquierdo algo hinchado, impactó una derecha descendente en la parte posterior de la cabeza de su rival, que cayó a la lona, aunque Fury se alzó, se agarró y valientemente contestó con derechazos, reanudando su control en los dos siguientes episodios al estar el monarca muy cansado.

No obstante, el duodécimo asalto aguardaba una última sorpresa, puesto que con una dura derecha, rematada con un gancho de izquierda, Wilder tumbó aparatosamente a Fury que, estirado en la lona, parecía que ya no se iba a levantar. Pero “The Gypsy King” otra vez volvió a mostrar su coraje poniéndose en pie y golpeando a Wilder a la contra con fortísimas manos.

Como tantas otras veces ha sucedido, un combate entre invictos termina en un empate injustificado que mantiene intactos los récords de ambos contendientes, y sus planes de futuro, y los emplaza a una revancha más lucrativa para todos los implicados.

Sin embargo, aunque los promotores, la televisión, los dueños del estadio y todas las demás patas de la industria boxística en su faceta económica y organizativa se pueden beneficiar mucho de ello, el perjudicado de esos maquiavélicos planes es, como no, quien menos lo merece, el noble arte, que una vez más se ve salpicado por la conducta inaceptable de quienes deberían ser más rigurosos. Y es que, mientras en PBC ya se cuentan los billetes que dará un duelo de desquite, no hace falta recorrer demasiado a fondo Internet para ver cómo centenares de aficionados dan muestran de su completa decepción, algo que en el caso de los fans casuales (numerosísimos en los grandes duelos) puede llegar a implicar para ellos, desafortunadamente, un distanciamiento definitivo de un deporte tan magnífico como este.