Jon Otermin
@jonmaya10

Verano de 2016. Era un día más. Uno entre tantos durante los últimos meses. Había salido a probar aquel bólido. Un Ferrari F12, recientemente adquirido con los ingresos de días pasados. Días de gloria que no iban a volver. Él lo sabía, y el hecho de haber caído nada más llegar a la cima lo atormentaba todas las noches. El riesgo más absoluto. Ni siquiera eso era capaz de alterar su estado mental. Aquel que lo había dejado anquilosado frente a la vida.

Las millas se sucedían una detrás de otra, con el paisaje británico perdiéndose a los lados. Estaba destinado a ello. A la soledad. Al fin y al cabo siempre fue un incomprendido. Un paria convertido en espectáculo por su talento pugilístico.
Al fondo de la carretera, un enorme puente que cruzaba la autopista. En ese instante, los sentimientos comenzaron a nublar su cabeza. ¿Para qué seguir con aquello? Sus días habían perdido el sentido. Todo se había ido a la mierda. Así que ya nada importaba. Los títulos, las fiestas, las victorias… vagos recuerdos que no regresarían. Seguramente aquel era su momento. La hora de su despedida.

Sin saber exactamente qué estaba haciendo, pisó el acelerador. El velocímetro no dejaba de subir, marcando cifras absurdamente peligrosas. Nunca había tenido tamaña sensación de velocidad. Pero estaba en paz. No se trataba de la adrenalina, ni de vivir al límite. Esta vez todo era diferente. Se había acabado. Unos metros más y la historia llegaría a su fin.

Su pie derecho permanecía sobre el pedal, en pos del olvido que tanto anhelaba. No obstante, en lo más profundo de su ser asomó una voz: “No hagas esto, Tyson. Piensa en tus hijos. Piensa en unos pequeños que crecieron sin padre, y todos diciendo que era un hombre débil. Un hombre que tomó la salida fácil”. Justo antes de doblar por el puente, aquella mancha que se precipitaba a la desgracia paró. El conductor, tembloroso, había frenado. En lugar de seguir hasta el puente y poner fin a su vida, condujo de vuelta a casa. Y allí, volvió a nacer.
“No me importaba lo que pensara nadie. No me importaba lastimar a mi familia, amigos, a nadie. No me importaba nada. Solo quería morir. Había renunciado a la vida», declararía años más tarde. Era Tyson Luke Fury, campeón del mundo de los pesos pesados. Un hombre que había vencido a la depresión.

El edén de Düsseldorf
Su caída en desgracia se remonta a un año y medio antes de lo narrado. En noviembre de 2015, Tyson Fury, ya en el escaparate del boxeo mundial, decidió traspasar las líneas enemigas para desafiar a un campeón envuelto en un aura de imbatibilidad: Wladimir Klitschko. Por aquel entonces, el gigante ucraniano ostentaba los cinturones de la IBF, la WBO y la WBA, con una racha de 22 defensas consecutivas en once años. Todo indicaba que el púgil británico sería el siguiente en la aburrida lista de Wlad.

Pese a su característica bravuconería previa al pleito, Tyson supo lo que tenía que hacer desde un principio. Efervescente, evasivo y, por momentos, intocable, el heterodoxo estilo de Fury hizo lo que durante más de una década pareció imposible: anular por completo al campeón. Klitschko quedó sin respuesta ante la tremenda habilidad de aquel hombre de 2,06 de altura.
Lo había logrado. Tras tantos años repletos de sueños sobrevolando su mente, era campeón del mundo. El ESPRIT Arena de Düsseldorf contempló la proclamación del nuevo Rey. Un monarca que en los frenéticos meses antes del combate había luchado contra su propio peso, lesiones, problemas de salud mental y abuso de sustancias. Su victoria en Düsseldorf había borrado todo aquello de un plumazo y lo había colocado en un atril con vistas al mundo entero.
“Incluso antes de abandonar el estadio, y a pesar de haber experimentado el mejor momento de triunfo en mi vida, comencé a sentirme vacío. Emocionalmente agotado. Había alcanzado el pináculo de mi carrera. ¿A dónde iría ahora?”, confiesa años más tarde de lo acaecido en Alemania. A sus 27 años, tenía toda una carrera por delante, pero Tyson no estaba preparado para lidiar con el éxito de máximo nivel.

Estaba previsto que la revancha pactada fuese en su Manchester natal, tras meses de negociación por una torcedura de tobillo y la aparición de una sustancia prohibida en el organismo del boxeador inglés. Sin embargo, nada de lo presagiado ocurriría. Aquel 28 de noviembre algo quebró dentro de Tyson. Un algo que lo hundió en un pozo sin fondo, del cual no sabría cómo escapar durante mucho tiempo.

El combate se anunció para el 29 de octubre de 2016, pero un positivo en cocaína lo arruinó todo. Fue el propio Tyson quien se presentó voluntariamente a dichos análisis. Quién sabe si lo hizo a sabiendas de lo que acarrearían los resultados. Los rumores acerca de su frágil estado mental comenzaron a copar las páginas de la prensa. Sus títulos fueron despojados, y él, convertido en un bufón durante sus apariciones a lo largo del último año, desapareció del aparador público. La pesadilla acaba de comenzar.

Existe un video en YouTube en el que se ve a un joven Fury, engominado, con bastante más pelo que ahora, sentado en el borde de un ring. «En cuanto a habilidad, soy cinco veces mejor que cualquier boxeador», decía sonriente. «Cualquiera. Los Klitschko son tan grandes como yo, pero no tan rápidos. No tienen movimiento, son como robots», se mofaba. La pieza data de dos años antes de su gran victoria. Pero aquella seguridad en sí mismo se había esfumado por completo tras derrotar de forma tan notoria a una leyenda como el pequeño de los hermanos. En aquellos momentos, nadie confiaba menos que él en sus propias capacidades.

Bajada a los infiernos
Con la pérdida de sus cinturones, llegaría la etapa más oscura en la vida de Tyson. Su dejadez rozaba lo obsceno, llegando a pesar más de 180 kilos. Definitivamente, había tirado la toalla. Durante aquellos meses, se atiborraba de comida basura, cocaína y una ingente cantidad de cerveza a diario. Se había resignado a ser recordado como otro juguete roto. Esa figura tan clásica e inherente al deporte. Una mala cabeza unida a un talento sobresaliente.

Los principales afectados, sus familiares más cercanos, nunca supieron entender a qué se enfrentaban en aquellos días grises. «Estuvo bebiendo y festejando durante los primeros meses. Eso lo entendía», afirmó su esposa, Paris, probablemente una de las mayores responsables de que el nombre de Tyson Luke Fury no esté grabado sobre una lápida en un cementerio del noroeste de Inglaterra. “Con el tiempo se volvió más pesado. Se volvió complicado y fue terrible verle en ese estado. Hubo etapas en las que pensé que no podía soportarlo más. Sólo teníamos que dar lo mejor de nosotros, pero no había forma de ayudarlo», confesaba con la voz entrecortada, ya que estuvo a punto de abandonarlo y llevarse a sus hijos de casa.

Aquel año se le diagnosticó trastorno bipolar y trastorno obsesivo compulsivo, lo que podía llegar a explicar, en parte, tanto sus cambios de humor como sus perturbadores pensamientos. Se olvidó por completo de sus entrenamientos y, en esa vorágine de ataques de ansiedad y delirios, se hundió en su propia apatía.
El camino fue duro, con situaciones extremas como la descrita en los primeros párrafos. No obstante, aquel día de verano, la conciencia de Tyson se impuso. Sus últimos resquicios de espíritu combativo evitaron que aquel fuese el final de la historia. Había perdido tiempo por el camino, con incontables pasos hacia atrás. En su ausencia, la categoría de los pesos pesados era dominada por dos nuevas caras: Deontay Wilder y Anthony Joshua, quienes habían suplantado al de Manchester como nuevos monarcas. Si quería recuperar su trono, tendría que ponerse manos a la obra. Tras aquel largo trayecto de 28 caóticos meses, Fury recuperó su licencia de boxeador.

“Mi nombre es Tyson Luke Fury y, como el resto del mundo, soy un personaje defectuoso. Sufro de problemas de salud mental, tengo trastorno obsesivo compulsivo. También soy el mejor peso pesado del mundo”. El Rey estaba de vuelta.

El linaje del Rey
Mucho antes de saborear el éxito bajo techo germano, Fury se vio inmerso en una vida repleta de obstáculos. Y es que nuestro protagonista nació en el seno de una familia de nómadas de ascendencia irlandesa (los archiconocidos gypsies). Familia en la que se respiraba una manifiesta tradición boxística.
El inglés vino al mundo un 12 de agosto de 1988, tres meses antes de lo esperado y pesando apenas medio kilo, según afirman sus congéneres. Los médicos no se mostraron optimistas respecto a la supervivencia de aquel retoño. Sin embargo, como otras veces a lo largo de su trayecto, salió adelante. El periódico The Daily Telegraph aseveró en un reportaje sobre los orígenes de Fury que su madre, Amber, estuvo embarazada 14 veces, pero solo cuatro de los niños sobrevivieron. Cuando el joven Tyson abrió los ojos, su padre, John, decidió bautizarlo con ese nombre en honor a Mike Tyson, legendario boxeador que por aquel entonces dominaba la categoría de los pesos pesados.

Tan pronto como pudo usar un lápiz, aquel niño empezó a dibujar. Eran garabatos de todo tipo, pero con un tema imperante: el noble arte. Entre viajes y caravanas, los sueños sobre grandes noches sobre el cuadrilátero venían a su imaginación, para después enseñar sus obras al pater familias. Su cuerpo tampoco tardaría en acostumbrarse a los golpes, ya que comenzó a realizar sus primeros combates sin fundamento junto a su hermano menor, Shane. Ambos se envolvían los puños con toallas de cocina y peleaban hasta la extenuación.

A los 10 años de edad, se vio obligado a abandonar la escuela para echar una mano en el trabajo familiar, pavimentando carreteras, repartiendo automóviles y recolectando chatarra. En aquellas fechas, sus aspiraciones no eran en absoluto grandiosas. Tyson siempre fue un chico tímido y callado, que no se desenvolvía con soltura parlamentando con el resto. No obstante, a medida que fue creciendo, sus fobias se esfumaron, adquiriendo el amor propio que le precede hoy en día.

Con cuatro años de labores en carretera a sus jóvenes espaldas, y dada la influencia de su familia, se unió a un club de boxeo aficionado local. No tardaría en demostrar su sonado “talento natural”. «Cuando comenzó a boxear a los 14 años, cogió confianza tras ver lo bueno que era», apunta su hermano Shane.

Cuentan algunas fuentes que la primera vez que Tyson retó a su padre le rompió las costillas. En sus inicios, John Fury boxeó sin licencia, para saltar al profesionalismo en 1987. Todo ello no fue suficiente para amilanar a un vástago que ya rebasaba el 1,98 de altura. Es más. Según The Sunday Times Magazine, su primer oponente oficial escapó nada más ver el tamaño del ‘Rey Gitano’.

A pesar de las advertencias de su padre acerca de la corrupción en el boxeo profesional, Tyson no cejó en su empeño de entrenar todo lo posible, desesperado por depurar su técnica y encontrar un gimnasio donde entrenar. Se encontraba realizando tareas para un granjero local junto a su hermano cuando uno los trabajadores le habló de la Academia de Boxeo de Jimmy Egan, que estaba a sólo tres millas de su casa en Styal. Allí que fue.

Hasta entonces sus entrenamientos habían sido tremendamente básicos, ya que se ejercitaba en un cobertizo helado en el patio trasero del tío Hughie. El ring era improvisado y estaba en mal estado, con las tablas sueltas. Pero pese a aquellos contratiempos que no quedan más que como meras anécdotas en su biografía, Tyson siempre supo valorar la labor del buen Hughie: “Confié al cien por ciento en mí tío y él, a cambio, lo hizo en mí. Siempre estaré agradecido por su ética de trabajo duro”.

Durante el recorrido profesional la figura de su tío siempre estuvo presente, hasta que en octubre de 2014 falleció tras una cirugía que no salió bien. Tyson, que peleaba con sus propios demonios al aumentar de peso y sufrir episodios de ansiedad regularmente, tuvo que afrontar la dura realidad. Al poco tiempo, su esposa sufrió un aborto tras seis meses de embarazo. Una tragedia.
Todo ello, una vez se hubo erigido sobre Klitschko, volvió a su mente. En su encarnizada búsqueda por convertirse en campeón mundial, nunca tuvo la oportunidad de llorar sendos golpes. Pero, tras abandonar Düsseldorf, algo se rompió en él.

Furia de titanes
Revitalizado y con una nueva perspectiva de la vida, Fury insiste en que ya no necesita del boxeo para subsistir. Él está aquí porque quiere. Durante la noche de Halloween de 2017 tomó esa decisión: disfrutar de cada momento. Tyson estaba vestido con un disfraz de esqueleto en Morecambe, en el condado de Lancashire. «Solo iba a ser otra noche, una en la que trataría de mitigar el dolor de mi miseria con alcohol», admitía al respecto.
Pero para Fury, aquella fiesta que apuntaba a ser otra más en su interminable lista de excesos, terminó siendo vital para reencontrarse del todo consigo mismo. Tras haber tomado una escasa cerveza, muy lejos de las que ingería no hacía tanto tiempo, observó a su alrededor y, por primera vez en años, pensó para sus adentros qué estaba haciendo allí. Para sorpresa de su esposa, que se había habituado a que desapareciera durante días, regresó a casa: «A la mañana siguiente me levanté y sentí una sensación de libertad y deseo por la vida que no había sentido en mucho, mucho tiempo”.

Nada más despertarse, Tyson contactó con Ben Davidson, un emergente entrenador de veinticuatro años que había conocido durante un campamento en Marbella, en marzo de 2016. Davidson fue capaz de vislumbrar que en lo más profundo de Fury todavía quedaba un resquicio de competitividad. Congeniaron, ya que Ben había pasado por episodios depresivos y pudo entenderle mejor que nadie. A pesar de su corta edad y falta de experiencia, estaba seguro de que sería el entrenador idóneo para su retorno.

Todo estaba listo. Después de demostrar que su salud mental era lo suficientemente estable como para volver al cuadrilátero, en enero de 2018 su licencia le fue devuelta. Se disponía a cazar un viejo objetivo, trámites de Sefer Seferi y Francesco Pianeta mediante, para alzarse de nuevo campeón: Deontay Wilder, monarca del Consejo Mundial de Boxeo, y uno de los noqueadores más mortíferos de la historia del pugilismo. La tarea se antojaba harto complicada, pero no había vuelta atrás.

Por la fecha en la que se disputó el combate (1 de diciembre de 2018), es probable que un servidor acabara de despertarse de una juerga de sábado como otra cualquiera. Lo primero que vi fue la imagen del corpachón de Fury tirado sobre el cuadrilátero, en lo que parecía poco menos que una autopsia por parte del árbitro. “Así que ha podido con él”, pensé. Más tarde, me dispuse a visionar el combate íntegro. 115-111 fue lo que vieron los ojos de un aficionado para nada experto en la materia. El resultado, en mi opinión, fue injusto. Si bien el pasado febrero el inglés tuvo su oportunidad de redención, rubricando una rivalidad que promete mutar en clásica.

En el segundo envite el de Alabama no tuvo opción. Pocos tomamos en serio a Fury cuando en los encuentros previos al combate aseguraba que ganaría por nocaut. Sin embargo, y para callar bocas, desde el tañido de la campana el británico fue un ciclón para su rival, que no se encontró cómodo en ningún momento del pleito. Las manos seguían llegando al rostro de Wilder cuando su esquina decidió arrojar la toalla en el séptimo asalto. Habiendo sido tumbado por dos veces, ni su temible mano derecha pudo salvar a Deontay ante un adversario que no hizo más que confirmar lo que se vio en el primer combate: no hay otro igual por encima de las 200 libras.

Domingo 23 de febrero, Las Vegas. Tyson Fury era campeón mundial de los pesos pesados por segunda vez en su carrera. El hombre que viajó hasta los mismísimos infiernos para vérselas con la muerte. Un soberano olvidado.
Long life the King.