Antonio Salgado
Del libro en preparación “Hitos del Boxeo en las Islas Canarias”

Cuando en enero de 1965, el cotizado mánager italiano Umberto Branchini vino a Tenerife acompañando al argentino Valerio Núñez, que venía a enfrentarse, por tercera vez, con “Sombrita”, nos dijo: “En Italia hay un boxeador español que pronto será figura”. ¿Cómo se llama?, le preguntamos: Pedro Carrasco, nos contestó. Cuando el río suena es que lleva agua…Y pocas veces falla la sabia sentencia. Carrasco soñaba, venía soñando, en el ecuador de la década de los 60 del pasado siglo, con volver a su tierra…

En el estío de 1966, en Madrid, y cuando Pedro contaba 23 años y llevaba celebrados cuarenta combates con una sola derrota, tuvimos la oportunidad de verle actuar, por primera vez, en dos inolvidables ocasiones : la primera, frente al portugués Vita Alves y, la segunda, ante el marroquí Ben Amar.

-¡ Ese chico tiene en sus puños el toque de balón de Lapetra!; ¡No lo tires todavía, que queremos ver espectáculo!”; ¡Es más rápido que Gento¡ ¡El “molinillo”, Pedro! ¡El “bolo-punch”, Carrasco! Estas expresiones se oían, con mucha frecuencia, cuando actuaba aquel privilegiado del “ring”, que nació para la muerte el día 27 de enero de 2001. Se oían, en efecto, en aquel año, en 1966, en el que Carrasco llegó a disputar nada menos que veinte combates entre Barcelona y Madrid. Todos querían verle actuar sobre aquella desierta isla que respondía por cuadrilátero.

Rapidez de reflejos, milimétrica precisión en sus impactos. Era, evidentemente, un espectáculo para los buenos catadores del pugilismo. Pedro Carrasco no sólo sabía boxear como los ángeles, y disculpen ustedes la irreverencia, sino que, además, sus característicos ganchos y “bolo-punches” poseían la consistencia suficiente para convertirlo en un pegador, en un “puncheur” de primera categoría. Aquel “bolo-punch”, más espectacular que efectivo, golpe que inventó el filipino Ceferino García y popularizó el gran “Kid Gavilán”, había sido bautizado por cierto sector de público como “molinillo”. Una semicircular describía en su trazado.

Agotaríamos todos los adjetivos en narrar las dos formidables actuaciones que Pedro Carrasco desplegó ante el portugués Alves y el marroquí Amar. Actuaciones que nos reafirmaban en el criterio desprendido de crónicas tan profundas como imparciales. Pero, ¿cuál o cuáles eran los “talones de Aquiles” de aquella auténtica realidad boxística que respondía por el nombre de Pedro Carrasco y que el cronista descubrió en aquel Madrid de los años 60?

Carrasco, a primera vista, daba la sensación de gran fragilidad. Alto, enjuto, atildado, de delicadas facciones, no poseía, ni mucho menos, la estampa de un curtido boxeador profesional. Sus inevitables detractores -¡qué figura del “ring” no los ha tenido!- decían, entre otras cosas, “que no pegaba ni sellos”, “que hasta la fecha sólo se había enfrentado a púgiles de segunda línea, del montón, toda una lista de ilustres desconocidos”…

Les costaba reconocer que su precisión en el golpear actuaba a manera de escalofriante bisturí y que si hasta la fecha venía enfrentándose a rivales de medio pelo se debía a que de esa manera podía actuar casi todas las semanas percibiendo “bolsas” con montantes de cincuenta mil y hasta setenta mil pesetas que, en aquella época, no estaban nada mal.
En Pedro Carrasco no había que pararse a pensar a quién ganaba sino cómo lo hacía. Ahí estaba el detalle… Todos sus rivales salían a “comérselo”, pero a los tres minutos de la contienda tenían que claudicar ante aquella evidente superioridad.

Esto le sucedió al púgil marroquí Ben Amar, que horas antes del combate nos decía, muy ufano, que Pedro Carrasco “no era tan fiero como lo pintaban”. Pero en el tercer asalto, cansado de tanto vapuleo, cegado por la endiablada rapidez de su contrincante, se volvió de espalda, levantó sus brazos y dijo para sus adentros : ¡Ya basta !

Pedro Carrasco poseyó dos preciadas coronas pugilísticas, la de campeón de Europa y la del mundo. Es curioso: nunca disputó el título nacional. Fue uno de los boxeadores más queridos de la segunda edad de oro del boxeo español, tanto por sus entorchados como por su manera brillante, fogosa y apasionada de guerrear. Era todo un “rey de las doce cuerdas” y no en vano le llamaban “El marinero de los puños de oro”, tras su fugaz paso por las pantallas cinematográficas.

Por su elegancia, por su gallardía, por su vertiginoso juego de ataque, pudo comparársele con las estrellas míticas que resplandecieron entre los años 20 y 30 del pasado siglo y que tuvieron en Paulino Uzcudun e Ignacio Ara, “El catedrático de las doce cuerdas”, a sus más gloriosos abanderados.

Pedro Carrasco también tuvo una réplica a su estampa, a su fulgor, a su carisma. Se llamó -y se llama- Pepe Legrá, y entre ambos, blanco y negro, ébano y marfil, representaron una década de pugilismo español, este juego de gracia y hombría, de inteligencia y fuerza.

A su natural agresividad, a su característico juego de ataque, Pedro Carrasco sumaba la potencia de sus puños de pedernal. Verle boxear era asistir, como ya hemos apuntado, a un espectáculo inenarrable por su belleza y por su emoción. Y así, de victoria en victoria, llega la noche en que disputa al danés Boerge Krogh el campeonato de Europa de los pesos ligeros. El coso taurino de Las Ventas era un hervor de millares y millares de aficionados alentándole la noche del 30 de julio de 1971.

Centenares de marineros, sus camaradas de armas, flameaban sus gorras de plato. En el cuarto asalto, su rival le introdujo el pulgar en el ojo derecho. Pedro se sobrepuso heróicamente y, al final del octavo asalto, después de someter al danés a un implacable castigo, su preparador llamó al médico y éste dictaminó que Boerge no estaba en condiciones de continuar luchando. Entonces, los marineros, todos los marineros, lanzaron sus gorras al aire porque la victoria de Carrasco también era la de ellos.

A los dos meses de ganar el citado título continental, Carrasco sufrió el famoso accidente del ascensor, que estuvo a punto de acabar con su vida de boxeador. Tras una prolongada rehabilitación, nos confesó:” Me siento cansado, débil y dolorido…Confío en que Dios me eche una mano para seguir entre el ensogado». Y Dios le ayudó a sobreponerse. Pero, como después nos diría Pedro: “Jamás terminé de curarme. El brazo perdió un alto porcentaje de su fuerza y la mano también. Jamás pude ya flexionar la muñeca rota y anquilosada para siempre”.

En efecto, Dios le echó una mano. ¡Y de qué manera! En mayo de 1968, Carrasco revalidaba, en Madrid, por primera vez, su título de Europa, noqueando en ocho asaltos al grancanario Cayetano Ojeda “Kid Tano”, el famoso sordomudo de Arenales, que tuvo en su rincón al popular Manuel Santacruz “Palenke”; y retuvo dicho fajín, en Barcelona, ante el italiano Bruno Melissano, que abandonó en el tercero.

Y, en Valencia, ante el finlandés Olli Maeki, que consumió los por entonces quince asaltos estipulados. Y, de nuevo, en Barcelona, revalidó su corona ante el noruego Tore Magnussen, noqueado en el tercer asalto. Luego, en junio del 69, en Madrid, un combate que aún se recuerda con todo lujo de detalles: el que sostuvo con el tinerfeño Miguel Velázquez. Tras quince impresionantes etapas, Carrasco revalidó su entorchado. Pero aquella noche, en Madrid, había nacido una nueva estrella: Miguel Velázquez.

Pedro Carrasco celebró tres combates en Canarias. El primero, en Las Palmas, en febrero de 1968, donde venció por superioridad manifiesta en el cuarto asalto al francés Paul Rourre. Un mes más tarde actuó en Tenerife para enfrentarse al portugués Eduardo Batista, que abandonó en el cuarto período. Y en enero de 1970 volvió a Canarias, concretamente a Las Palmas, para medirse al trasalpino Massimo Consolatti. El combate terminó en el tercer “round” con la victoria por KO técnico del púgil natural de la localidad onubense de Alosno. Aparte de los dos combates ya mencionados ante “Kid Tano” y Velázquez, Carrasco también se enfrentó y venció a otro tinerfeño, “Tony Falcón” ; y al lanzaroteño “Kid Levy”.

Carrasco empieza a tener dificultades con la báscula. Y decide pasarse a la categoría superior, los superligeros. En mayo de 1971 disputa el título de Europa de la citada división al francés René Roque, al que derrota por puntos. Su mánager era el italiano Renzo Casadei que, con tanta prudencia como astucia y sin precipitarlo en su carrera, le llevaría a las cotas más altas del pugilismo.

El 5 de marzo de 1971, en Madrid, conquistó el título mundial ante el mexicano nacionalizado norteamericano Mando Ramos, al que el árbitro de la contienda, y ante el estupor general, descalificó en el duodécimo asalto en una contienda donde el español venía recibiendo una severa punición. Mando Ramos, como en una ocasión nos narró Carrasco, “era una especie de suave colegial sin muscular pero dotado sorprendentemente de unos increíbles reflejos y una terrorífica pegada. Se reía de todo y presumía, antes de los combates, de fumar no precisamente cigarrillos rubios…”

Tras aquel desaguisado arbitral, el Consejo Mundial de Boxeo anuló el veredicto final del mencionado combate. Y por esos vericuetos del destino que se resuelven en una injusticia doble en lugar de una reparación única, el combate de revancha, disputado en febrero de 1971, en Los Ángeles, registró la victoria, por puntos, de Ramos, dominado claramente esta vez, sin embargo, por el español que, por imperativos del horario USA, había hecho madrugar a toda España, a través de aquella televisión en blanco y negro que alcanzaba una categoría equivalente a la de las viejas finales de la Copa David con Manolo Santana.

Un tercer combate celebrado en Madrid cuatro meses después y destinado de una vez por todas a aclarar las cosas, acabó con la justa derrota del andaluz, quien se retiró del boxeo después de disputar un par de combates más. Dejaba un soberbio historial profesional de 110 combates con un balance de 105 victorias, tres derrotas y dos nulos, con seis campeonatos de Europa y tres universales. En 1993 fue el único púgil español que el Consejo Mundial incluyó en las listas de los 40 mejores púgiles de los últimos treinta años.

Tras su despedida de los “rings”, trabajó en el departamento de Relaciones Públicas de Phillips Morris y Marlboro. Más tarde se empleó como vendedor en Maurice Lacroix. Poseía algunos viñedos y patentó un caldo con el nombre de Chipiona, el pueblo natal de la cantante Rocío Jurado, con quien se casó en 1976 y tuvo una hija.

La unión se rompió en 1986 (y fue anulada en 1994 por el tribunal eclesiástico de Sevilla) a causa de lo que Pedro Carrasco definió como “el mundo que rodea a la canción”. Quizás por eso, contrajo matrimonio en 1996, con la peluquera Raquel Mosquera con la que parecía haber encontrado la estabilidad y el equilibrio” lejos de los peligros de la farándula”…

El 27 de enero de 2001, y a causa de un paro cardíaco, nació para la muerte, a los 57 años, aquel inolvidable “Marinero de los Puños de Oro”, aquel atildado y respetuoso jovencito que conocimos en Madrid en el estío del año 1966 cuando empezaba a fortalecer su leyenda por su innata valentía e inteligencia entre el ensogado.