Antonio Salgado
(Del libro en preparación, Hitos del boxeo en las Islas Canarias)

Lo han dicho los demás y lo ratificamos nosotros: por encima de todas las cosas, Juan Cesáreo Albornoz Hernández “Sombrita” fue el intérprete -y el héroe- de la noche más memorable del boxeo tinerfeño. El 17 de julio de 1965 Sombrita batía por puntos al italiano Sandro Lopopolo y conquistaba la corona europea de los pesos superligeros. Nuestra mudéjar y santacrucera plaza de toros era una fiesta, un profundo y gigantesco clamor que expandía la brisa atlántica y se mezclaba al oleaje de la mar estañada por la luna…

Sandro Lopopolo

¡Bravo, Sombrita; campeón, campeón, campeón! Jamás tuvo Tenerife un ídolo como aquel que ahora era llevado en volandas a los vestuarios donde sus numerosísimos hinchas le oprimían, estrujaban y palmoteaban. Y jamás tuvo a otro boxeador con la prestancia, la serenidad, la armonía y el ritmo de Juan Albornoz Sombrita.

El periodista y poeta “Nijota”, cuyo nombre era Juan Pérez Delgado, no era un asiduo seguidor de los deportes pero cuando a Sombrita le ciñeron el fajín continental, escribió en “El Día”: En el pueblo hispano-guanche/cierto orgullo insular crea/ ese título europeo/ por muy ligero que sea/ Triunfó el polvoriento gofio/ sobre la pasta italiana/ en combate de boxeo/ de la pasada semana.

Los Rodríguez López, aquellos excelentes mecenas y finos catadores del pugilismo, que gozamos en la década de los 60 del pasado siglo, enseguida se dieron cuenta no sólo de la elegancia de aquel espigado muchacho de denso lunar en el rostro -de ahí su cariñoso pseudónimo- sino que captaron, al instante, su caballerosidad, su saber estar, su nobleza, ese sustantivo que tantas veces ha adornado los sentimientos de los gladiadores del “ring”.

¿Por dónde empezamos los recuerdos? ¿Iniciamos estas limitadas remembranzas y apuntes nostálgicos con su debut en el campo profesional en noviembre de 1959? Aquella noche, en el recordado y ya desaparecido Frontón Tenerife, emplazado en la prolongación de la calle Ramón y Cajal, Sombrita, acostumbrado como “amateur” a la distancia de seis asaltos de dos minutos, tenía ahora que afrontar, de lleno, diez “rounds” de tres minutos cada uno…

En el rincón opuesto, el lagunero Mario; como premio de honor, el campeonato de Canarias de los pesos ligeros. ¡Qué combate! Allí se observó algo que luego sorprendería: Sombrita nunca se sentó a descansar entre las pausas de asalto y asalto. No quiso la banqueta. No estaba cansado. No era un producto del gimnasio; era un atleta natural, descubierto por Juan ”El Rubio” allá, en Taco, gran vivero de púgiles ; pulido por Longinos Hernández, en la popular “Sala Price”, de la calle Calvo Sotelo; y modelado por el madrileño Jorge Moreno, un trío de inolvidables preparadores de cortes filantrópicos y románticos, como aquellos mecenas y mentores que le ofrecieron a Sombrita toda clase de facilidades para que alcanzara las metas que, por su evidente calidad humana y deportiva, le correspondían.

Sombrita, defensa y elegancia por antonomasia era, en efecto, un atleta natural que con sus perros de caza, a los que adoraba y viceversa, corría y corría por esos campos de Dios- como un día nos confesó su más fiel amigo, Antonillo, no sólo en plan cinegético sino para fortalecer aquellas piernas que nunca le traicionaron sobre ese escenario donde la violencia es reglamentada y que responde por cuadrilátero, parcela donde como nos dijo Manuel Alcántara: “De repente, ha cuadrado la furia su paisaje/Perfiles de moneda desgastada cita el gong con su aguda campanada”.

Los insoslayables peligros del cuadrilátero, que con evidente crueldad son conocidos, sólo se aminoran, aunque nunca se anulan, con una buena preparación física y psicológica.

Nombrar a sus rivales es rememorar “Las noches de Sombrita”, aquella abarrotada plaza de toros, aquel nerviosismo ambiental, aquella constelación de fumadores en sillas y gradas, aquel suspense que producía las actuaciones del más elegante boxeador que ha dado Canarias, que cuando se enfrentaba a los denominados “dinamiteros del ring” nos ponía al borde de la lipotimia, no del infarto, que por aquel entonces era vocablo apenas conocido porque las prisas y el colesterol aún eran conceptos muy distantes. Sí, “Las noches de Sombrita”, las noches del sábado, de las lustrosas batas de seda, las noches de la araña grande del ring cuyo fulgor destacaba, de una forma muy peculiar, la figura de aquel boxeador longilíneo, de piernas finas y alto para su peso.

El catalán Boby Ros era un púgil sencillamente extraordinario, un ortodoxo de la esgrima de los puños, una estrella de las muchas que iluminaban y prestigiaban el boxeo español. Aún recuerdo sus palabras tras haberse enfrentado a Sombrita:” Es increíble en sus reflejos y en su cintura; apenas pude llegarle al rostro”.

En Tecina (La Gomera) con su preparador Jorge Moreno y sus sparring Pepe Legrá y José María Madrazo

Los puños del inolvidable Fred Galiana contenían la potencia de fuego de un acorazado. Y su cadencia combativa y sus desplantes no tenían parangón. ¡Cómo olvidarnos de tal púgil al que Sombrita, incrédulo y nervioso, oyó cantar fandangos, con su habitual desparpajo, a través de las antenas de Radio Club Tenerife, la víspera de aquella trascendental contienda por el título de España. En su combate número trece, Morfeo, por mandato del toledano Galiana, visitó la mente de Sombrita…Un triunfador. Un derrotado. Lo eterno. Las dos contrafiguras de siempre. Aquella amarga noche el coso taurino era un sepulcro. El silencio se podía cortar. Sombrita no pudo escamotear su mentón en la cuna del deltoides. Y la derecha de Galiana- como mucho más tarde la del argentino Valerio Núñez- había brotado como un candente “geyser”.

Pero los mecenas de Sombrita le animaron, le hicieron olvidar y le recomendaron un cambio de aires. Así, en numerosos cuadriláteros peninsulares aplaudieron su técnica, su habilidad y su estilo. Y también su nobleza y caballerosidad en este deporte donde se camina con los músculos, se corre con los pulmones, se galopa con el corazón, se resiste con el estómago y se triunfa con el cerebro.

Siempre muy atento a los que le susurraban desde el confesionario ubicado en la esquina del “ring”, jamás humilló a un vencido ni apretó el acelerador de su palpable dominio cuando observaba la hecatombe de su rival, que nunca olvidaba aquel comportamiento de señorío e indulgencia, aquel gesto de castigo innecesario. Convencía de tal manera su ciencia boxística que no le hacía falta ganar por fuera de combate para que los jueces le otorgaran al final de la lid la puntuación de la victoria. Porque Sombrita, que repartía emoción, fue un boxeador de puntos y no de caídas, un atleta del ensogado que boxeaba sobre la puntas de sus zapatillas brindándonos las cadencias que, por aquel entonces, también interpretaba pero con pases de puro ballet, y en las tierras del Tio Sam, el irrepetible Cassius Clay, luego Muhammad Alí, que “revoloteaba entre las cuerdas como una mariposa y picaba como una avispa” y que alguien propuso, en su día, como serio candidato al premio Nobel de la Paz, al negarse a tirotear en el Vietnam.

El púgil tinerfeño, que también tenía derecho al despiste, destapó éste en aquella gélida Navidad de 1965 en tierras teutonas frente al local Willi Quattor, un sorprendido zocato que le arrebató la simbólica corona continental, posiblemente porque el isleño, horas antes de la contienda, había visto, demasiado cerca , el “muro de la vergüenza” de Berlín, de pasillos alambrados, garitas, guardianes de torva mirada y metralleta, donde unos focos pintaban obleas amarillas en la nieve.

Con Willi Quator, en Berlín

Tenerife, ¡faltaría más!, tuvo su “Combate del siglo”: Sombrita-Barrera Corpas. Fecha: 15 de junio de 1968. El parsimonioso maestro le dio una imborrable lección al iracundo y combativo alumno. Aquel estilista, al que Juan Galarza Cabrera, en una genial caricatura, imaginó como un director de orquesta, convirtió, con su erudita batuta, en suave brisa, a aquel “Ciclón del Atlántico” que padeció en los doce “rounds” establecidos lo que nadie había vaticinado ya que fue herido, derribado en uno de los asaltos y vencido ampliamente por puntos.

Allá, en Gran Bretaña, cuna de este “noble arte”, en su etapa moderna, Sombrita encandiló a los londinenses con sus directos de izquierda y sus fintas en los cuatro rincones del “ring” . Levantó al público de sus asientos. No le ocurrió lo mismo en San Remo, donde el joven Bruno Arcari le cortó las esperanzas de reconquistar el título de Europa. Sombrita, tras aquel tropiezo, decide colgar los guantes. Y permanecen así durante casi cinco años. En el otoño del 73, y cuando contaba treinta y nueve años, anuncia, de forma sorpresiva, su vuelta al gimnasio y a los cuadriláteros. Nadie lo cree. Pero todos lo comprueban cuando la noche del 6 de octubre del citado año los aledaños de la plaza de toros de Santa Cruz están colapsados por el público y por el tráfico. T

Todos, de nuevo, quieren ver al ídolo. Previamente le habían quitado al coso taurino las telarañas producidas por la ausencia del carismático campeón. Sombrita volvió a entusiasmar. Hizo vibrar a las masas. Volvimos a presenciar aquella forma que tenía de saludar con los brazos en alto, girando sobre sí mismo, con lentitud y con una exquisita humildad. Aún conservaba su sencillez original, inmune al “mareo” de la popularidad. Cuando los micrófonos lanzaron el ¡segundos, fuera; primer asalto! y Sombrita se puso en medio del “ring”, el eje de los privilegiados de las doce cuerdas, no había perdido su habitual elegancia. Pero sus adversarios eran más jóvenes, más osados, más rápidos, más peligrosos…Uno de éstos, el último que tuvo Sombrita, se llamaba Perico Fernández, más tarde campeón mundial por sus puños de pedernal.

Allá arriba, en el Barrio Nuevo Obrero, de Ofra, y en la calle denominada Juan Albornoz ”Sombrita” vivió, hasta el 18 de enero de 1993, fecha en la que el campeón, que contaba 58 años, nació para la muerte por el traicionero golpe de un “pallet” portuario; vivió, decíamos, una leyenda deportiva que respondía por idéntico nombre. Junto a él, Orlanda, su esposa, que le había dado tres frutos: Juan Manuel y las gemelas María Cristina y María de los Ángeles.

El nombre de una calle para un legendario representante de una milenaria manifestación del músculo que, por cierto, tuvo en el insigne Homero a su primer cronista deportivo ya que éste narró en “La Ilíada” la descripción de un combate entre Epeo y Euríalo.

Fue, evidentemente, un acierto del Ayuntamiento de Santa Cruz, cuyo alcalde, por aquel entonces, Manuel Hermoso Rojas, recogió e hizo realidad las sugerencias y recomendaciones de un pueblo agradecido y de excelente memoria para un personaje que muchas veces vistió de cuello duro y corbata al pugilismo español y europeo en “Las noches de Sombrita”.

Sombrita en su homenaje