Boxeo Profesional

LA LUCHA
por Mateo Darrán

Fotografía: Mariano Hernández

Para el Zurdo de Elche, In memoriam.

MARCO QUERÍA QUE FUESE al Club a ver a un chaval nuevo. Ese fin de semana había velada y me pidió que le acompañase. Doce combates. Dos de ellos profesionales. El resto, amateurs y semi. Llevaba ya mucho tiempo insistiéndome porque yo nunca había estado en el Club. Quería mostrarme el respeto que todo el mundo sentía por su padre y el póster gigante detrás del ring en el que se le veía lanzando un directo. El boxeo era todavía un mundo en el que seguían vivas las tradiciones y ciertos códigos de honor.

Ser el hijo de una leyenda convertía a Marco en alguien importante. Yo había estado en el entierro de su padre y había visto cómo lo trataban. Sobre todo los exboxeadores más mayores. Se les reconocía a distancia, no sólo por sus narices rotas y una cierta violencia tácita en los rostros, sino por ese aspecto general que tenían de derrota, como miembros de un mundo en decadencia que no premiaba suficientemente la inclemencia de todo lo que habían vivido.

En el funeral, se acercaban a Marco, le daban la mano, agachaban la cabeza, le presentaban sus condolencias. Me recordaron a la escena final de El Padrino, cuando todos los capos se rinden a la autoridad de Michael Corleone. Ese tipo de cosas suelen gustarnos a los hombres, como si llevásemos dentro, todavía, el instinto de manada. Por eso me había llamado, Marco, porque también sigue dentro otro instinto: el de la lucha. Me preguntó si quería entrada de pie o silla.

Le dije que me daba igual, pero que si estábamos de pie podíamos movernos alrededor del ring. Fui a recogerlo cuando anocheció. En el coche, no dejaba de hablar de ese muchacho nuevo. De vez en cuando sacaba una libreta del bolsillo de su chaqueta y anotaba algo. Le pregunté si tenía que escribir un artículo para el periódico. Me dijo que no, que no estaba trabajando, que sólo eran notas personales. Ya sabes, dijo, por si suena la campana.

EL CLUB, EN REALIDAD, no era más que una nave en medio de un polígono industrial de las afueras. El acceso era por un camino de grava, estrecho y lleno de socavones. Dentro del recinto no había espacio más que para tres o cuatro vehículos. La mayoría aparcaba en la cuneta. Marco, sin embargo, siempre tenía una plaza reservada junto a los profesionales y a los dueños del Club. Entré con el coche siguiendo las indicaciones de Marco. Dos tipos se acercaron a toda prisa. En cuanto lo vieron se relajaron. Eran dos chicos del Club, dos colosos musculados, que solían hacer de seguratas en las veladas y otros eventos. Se alegraron de verle.

Él les dijo que hoy iba con chófer particular. Rieron y lo saludaron efusivamente. Pensábamos que algún idiota se había colado, dijeron. Les enseñó las entradas y ellos lo miraron con cierto reproche, como si quisieran decirle que él no debería pagar por ir a ver una velada de boxeo. Marco les dio conversación para distender el momento.
-¿Cómo se prevé la noche, chicos?
-Hemos vendido todas las entradas -dijo uno.
-¿Algún combate en especial? -preguntó Marco.
-Hay un tipo semi profesional -dijo el otro-, que es un toro.
-No es gran cosa -dijo el primero-, pero pega con rabia.
-Eso está bien -dijo Marco.
-Viene del Este -dijo el otro.
-Demasiada fuerza sin control -dijo el primero.
-Suele pasar -dijo Marco-. Los que vienen de allí es lo único que tienen.
-Por eso son tan buenos -dijo uno.
-Porque no tienen nada que perder -dijo el otro.

DENTRO HACÍA UN FRÍO de mil demonios. No nos quitamos las chaquetas. Me costaba entender que allí pudiesen entrenar todos aquellos chicos. Parecía una nevera de trescientos metros cuadrados. El ring estaba en el centro. Al fondo había una pequeña barra en la que servían bebidas y hacían bocadillos. Junto a la entrada, se podían comprar camisetas con el logotipo del Club. Alrededor del ring, se sentaba el público, en un centenar de sillas de madera plegables. El resto, nos movíamos de un lado a otro para ver los combates desde distintos ángulos. Detrás del cuadrilátero, en la pared más cercana, se desplegaba un telón, de unos tres metros de largo y dos de ancho, que reproducía una imagen del padre de Marco. Era una fotografía que había visto en otras ocasiones. Llevaba calzón negro y el cinturón de campeón.

Sus manos estaban desnudas, sin guantes, y lanzaba ese directo con la zurda que lo había hecho tan popular. Todo el mundo saludaba a Marco como si fuese alguien importante. Reconocí a algunos de los exboxeadores del funeral. Iban vestidos con pantalón negro de traje, camisa blanca y pajarita. Supuse que formaban el equipo de árbitros para los combates. Se acercó un hombre un poco más joven y con una barriga prominente. No tenía pinta de boxeador. Llevaba un esmoquin perfectamente planchado. Abrazó a Marco. Me lo presentó como el maestro de ceremonias, o como dicen en el argot pugilístico, el anunciador de la velada.

Tenía una voz profunda, como de locutor de radio. Le preguntó a Marco sobre su madre y sus hermanos y bajó la voz para decirle que si necesitaba algo podía contar con él. Cuando dijo esto, miró hacia el póster gigante de su padre. Faltaban sólo unos minutos para que comenzase el primer combate. Me quedé mirando a un tipo que llevaba un chandal blanco y dorado. Unos chavales, de no más dieciséis o diecisiete años, se acercaron a él. Les dio la mano y les pasó algo. Me di cuenta porque uno de los chavales se miró la mano para comprobar el contenido. El tipo le miró con desprecio. Nunca hay que comprobar lo que alguien te pasa al darte la mano. Marco también se dio cuenta y dijo:
-Esta gente echa a perder el boxeo como deporte.
-Esta gente lo echa a perder todo -dije yo.

PRIMERO EMPEZARON CON LOS COMBATES JUVENILES. Eran muchachos muy jóvenes. Tenían la rabia del principiante y una falta de técnica abrumadora. Sin embargo, fueron combates muy divertidos. Como dos gatos callejeros peleándose. Al menos se vieron más golpes que en los enfrentamientos siguientes. Marco no paraba de tomar notas. De vez en cuando, pasaba alguien junto a nosotros y lo saludaba. Había cierta rivalidad entre los distintos clubes. La velada se desarrollaba en dos partes, dividas por un descanso, formadas por cuatro combates amateurs, uno semi profesional y uno profesional. En total doce combates de distintos pesos y categorías.

Lo había visto cientos de veces, pero seguía emocionándome. Todo el ritual alrededor de cada combate. Los púgiles subían al ring y saludaban al público con los brazos en alto, como si quisieran autoconvencerse, antes del combate, de que ya son campeones. El entrenador entraba en el cuadrilátero y les decía algo. Luego el árbitro. Primero a un boxeador. Después al otro. Quizás las mismas frases, las mismas consignas en cada combate, como una letanía que se sabe de memoria. Los boxeadores van al centro del ring. Se dan un golpe cordial en los guantes. El árbitro se retira a un lado. Ellos dan un paso atrás. Empieza el combate. Los púgiles bailan. El árbitro baila. Los entendidos dicen que bailar en el ring es más importante que golpear.

Al acabar el combate, el árbitro transmite el veredicto de los jueces levantando el brazo del ganador. En algunos casos, nadie sabe quién ha vencido hasta ese momento. Entonces, los comentarios a favor o en contra de la decisión de los jueces se mueven por todo el local, como un rumor que ensalza o destruye. El anunciador no apareció hasta los dos últimos combates de la primera parte. Cogió el micrófono y presentó a los boxeadores. El público enloqueció. Bastan unas palabras, pronunciadas con la intensidad necesaria, para levantar de su asiento a una horda de espectadores ávidos de sangre.

Se dirigió al público y dijo: ¿Estáis preparados para el ruido o la furia? Me hizo gracia la ocurrencia. Me pregunté si el anunciador era consciente de que había hecho una referencia literaria o no. La verdad es que no imaginaba a mucha de aquella gente leyendo a Faulkner. Lo que no era una coincidencia era la construcción de la frase. Era una reinvención de la expresión favorita de Michael Buffer, uno de los anunciadores de boxeo más populares de los últimos tiempos. Pensé que quizás la verdadera originalidad consiste en el plagio mejorado. Se lo quería decir a Marco, pero en ese momento me dijo: ¡Eh! ¡Ahí viene!

LOS COMBATES PROFESIONALES tenían un aliciente del que carecía el resto: el dinero. El ganador se llevaba una cantidad bastante más alta que el perdedor. Además, aunque nadie lo decía, estaba el tema de las apuestas. El siguiente combate era el primero de los dos profesionales que se iban a librar en la velada. El anunciador repitió un par de veces su frase estrella: ¿Estáis preparados para el ruido o la furia? El público respondía que sí enloquecido. Presentó a los boxeadores. El primero era un colombiano bajito que venía acompañado de toda su familia y la gente de su Club. Incluso niños. Eso era algo que me había sorprendido y que no había visto en otras veladas de boxeo. Familias enteras entre los espectadores. El segundo era el chico de Marco. Llevaba su nombre tatuado en la espalda. Otros símbolos y dibujos llenaban su cuerpo de dios griego.

Se paseaba por el ring con una actitud exhibicionista. Un grupo de chicas le animaba de forma exagerada. Él las saludó y ellas gritaron su nombre. Marco me dijo que una de esas chicas era su novia. No sé si alguien más se dio cuenta, pero el colombiano estaba rezando. Antes de subir al ring, acarició con el guante a un niño. Supuse que era su hijo. Se sonrieron mutuamente y el boxeador entró al cuadrilátero. Empezó el combate. Marco tenía razón, el chico prometía. Era ágil. Se movía como si se deslizase por el ring. Se cubría tan bien, que el colombiano apenas podía puntuar con los golpes que daba. De vez en cuando, el chico de Marco, soltaba un directo o un croché, con tanta fuerza, que su rival se tambaleaba. Antes del final del primer asalto, el colombiano consiguió asestar un uppercut. Le dio en la barbilla al chico de Marco y estuvo a punto de caer. Su puño salió disparado desde abajo, como un cohete, gracias a su baja estatura, y su contrincante no tuvo tiempo de cubrirse.

MARCO SE ACERCÓ AL RING y le dijo algo al entrenador de su chico. Yo fui a por una cerveza a la barra. Me encontré con un exboxeador que había sido campeón de salto con comba. Tenía una risa extraña, como de hiena simpática. Le saludé, pero él no me reconoció. Aun así, sonrió. Ahora se dedicaba a entrenar a chicos y chicas en un gimnasio de barrio. También lo había visto en el funeral del padre de Marco. Era un buen tipo. El mundo del boxeo estaba lleno de buenos tipos con mala suerte. Pensé que quizás era eso lo que nos atraía tanto de este deporte. No se trataba sólo de dos tipos pegándose. Ni de la sed de sangre. Ni de la poética de la violencia. Era algo mucho más profundo: el boxeo como otra forma de contar las cosas. El mundo se podía explicar a través del boxeo. Hemingway lo sabía. Y otros muchos escritores que escribieron sobre el boxeo: Norman Mailer, Bukowski, Cortázar, John Dos Passos, Jack London. La lista era interminable. Muchos de ellos escribían igual que boxeaban: con rabia y determinación.

EN EL SEGUNDO ASALTO, el combate parecía otro. El chico de Marco había perdido pegada. Ya no se movía con tanta soltura. Sus golpes tenían menos fuerza. El colombiano conectó un directo y consiguió acorralar a su rival contra las cuerdas. Su gente lo vitoreó. Sin embargo, la fiesta duró poco. El chico de Marco le asestó un jab con su izquierda poderosa y le abrió el pómulo. La cara le sangraba. El árbitro detuvo un momento el combate. El entrenador del colombiano intentó contener la sangre.

Lo consiguió parcialmente. El combate se reanudó. El colombiano recibió otro croché que le reventó la ceja. Apenas podía ver. El público del Club ya daba el combate por ganado. Marco anotaba algo en su libreta cuando el colombiano reaccionó. Fue como una tormenta de golpes. Conectó varios directos seguidos en la cara de su rival. A pesar del pómulo hinchado y la ceja hinchada y la sangre y la falta de visión, consiguió hacer un par de fintas y esquivó la izquierda prodigiosa del chico de Marco. El público gritaba enloquecido. Un par de tipos, que habían estado haciendo fotos de los combates, dispararon en ráfagas sus cámaras.

El colombiano lanzó su brazo en un uppercut, con tanta fuerza, que el chico de Marco se quedó paralizado. Ni siquiera era capaz de cubrirse. Era como si alguien hubiese accionado un resorte a la inversa, es decir, algo que anulaba completamente al boxeador. El árbitro sabía que ahora era el momento del colombiano, por eso se acercó a los púgiles, para evitar una paliza. Entonces ocurrió. La vimos volar como una paloma blanca, o como la bandera de rendición de un ejército derrotado. El entrenador del chico de Marco, y de la mayoría de chicos del Club, tiró la toalla.

El árbitro detuvo el combate de inmediato. El colombiano volvió a su rincón con los brazos en alto. Su gente aplaudía y le gritaba.
-Cuando este chico pierda el miedo -dijo Marco-, será un prodigio.
-No es cuestión de miedo -dije.
-¿No?
-Es bueno -dije-. Tiene técnica y fuerza.
-Sí -dijo Marco-, pero en cuanto su rival ha conectado un par de golpes seguidos, se ha acobardado.
-No es eso.
-¿Entonces? -preguntó Marco.

En el ring, el árbitro levantaba el brazo del colombiano como vencedor. El chico de Marco tenía la cabeza gacha. La gente del Club parecía decepcionada. Miré hacia el grupo de chicas. Su novia se pintaba los labios en ese momento, mirándose en un espejito de bolsillo.
-¿De qué se trata? -insistió Marco.

Miré a la gente del colombiano. El niño tenía un brillo en los ojos. Su padre levantaba los dos brazos y daba saltitos en el ring. Tenía la cara hecha un cuadro. Me recordó al final de aquella película de boxeo que tanto nos gustaba a todos, aunque nos costara reconocerlo.
-No es el miedo -dije-. Tu chico no tiene nada por lo que luchar. No le va la vida en ello.
Marco anotó algo en su libreta. Había terminado la primera parte de la velada. El público se agolpó en masa alrededor de la pequeña barra. Detrás había una chica menuda pero vigorosa que tomaba nota de los pedidos.

Junto a ella, una señora de mayor edad se ocupaba de la plancha y de rellenar los bocadillos. La chica no dejaba de sudar, a pesar del frío. Servía las bebidas y anotaba los pedidos y cobraba a los clientes y repartía los bocatas que le pasaba la mujer. Era otro tipo de lucha. Otro ring. Otra forma de contar las cosas.