Gustavo Vidal
@Riego357

Habían nacido en la era del lejano Oeste, aquel Far West inmortalizado en celuloide por John Ford, Harry Carey, John Wayne, Gary Cooper, Clean Eastwood… Desde las verdes praderas de Wyoming a las llanuras infinitas tachonadas de carretas camino de Oregón.

Un mundo, en suma, de sudor, aventura, esfuerzo y abnegación.

Duros, sacrificados y valientes, peleaban en barracones, calveros de bosques o improvisados cuadriláteros de ásperas cuerdas, madera y tensas lonas resinadas. Se jugaban el sustento y, no pocas veces, la vida, ante aficionados ahítos de whisky, con el Colt al cinto.

Pero aún hoy, muchos aficionados al noble arte desconocen que, durante décadas, la oportunidad de aspirar al título del mundo del peso máximo fue negada a los púgiles negros. De ahí que, en paralelo a los campeones “oficiales” blancos: John L. Sullivan, Corbett, Fitzsimmons, Jeffries, Hart, etc, discurriera una pléyade de excelente pura sangre de ring con un solo “defecto”: la piel negra.

Injusto destino el de los Charles Smith, Morris Grant, George Godfrey, Peter Jackson… y tantos otros que, probablemente, habrían quebrado el frágil mito de más de un “campeón” blanco.

Y de entre todos aquellos rudos peleadores marginados habría de sobresalir una (en palabras del inolvidable maestro Fernando Vadillo) “legendaria troika negra”… Sam Langford (en la foto), Sam Mc Vey y Joe Jeanette.

Sam Langford encarnaría la proeza de pelear desde el peso ligero al pesado, derrotar con solo diecisiete años al maravilloso Joe Gans y sentar en la lona a Jack Johnson quien, escaldado, rehusaría, tiempo después, ofrecer una oportunidad por el título a su hermano de raza.

Sí, Sam Langford, el peque de alquitrán, el terror de Boston, con 126 victorias por KO… un púgil con pólvora en los nudillos que acabaría sus días ciego y pobre en un asilo de Cambridge, Massachusetts.

Joe Jeanette, el púgil más popular de su época, a quien los campeones oficiales blancos no querían ver ni en dibujos. Peleador callejero, conductor de camiones de carbón, recio como el granito, combatió diez veces con Jack Johnson, al que derrotó una vez, perdió dos peleas y el resto fueron nulos y sin decisión.

Este feroz gladiador libraría cerca de cuatrocientas batallas, aunque oficialmente consten solo 166, y habría de protagonizar el duelo más salvaje de la historia del boxeo ante el tercer miembro de la troika, Sam Mc Vey.

Así, en París, un diecisiete de abril de 1909, ambos pelearían durante cuarenta y ocho asaltos en disputa del título de campeón del mundo del “peso pesado colored”, más de tres horas, veintiocho caídas favorables a Sam Mc Vey, once a favor de Jeanette.

Tras sufrir un castigo implacable los primeros ¡40 asaltos!, Jeanette acabaría imponiéndose. Pero este dato resulta meramente anecdótico, pues aquellos ases legendarios, rehuidos por los campeones “oficiales”, habían de enfrentarse entre ellos… Sam Mc Vey y Langford contendieron al menos quince veces; Mc Vey y Jeanette, cinco veces computadas; Langford y Jeanette, catorce…

Hoy, queda solo un tenue rastro de aquellas leyendas, añejas crónicas sepultadas en el último recodo de las hemerotecas, algunas películas neblinosas, fotos en sepia recomidas por los bordes… sin embargo, parafraseando las palabras del poema de Woodsworth, evocadas en Esplendor en la hierba de Elia Kazan … la grandeza subsiste en el recuerdo.