Jon Otermin
@jonmaya10

Amanece un nuevo día en Big Bear Lake, pequeña urbe ubicada en la Sierra de San Bernardino, en California. Aquel era el hogar con el que siempre soñó, a miles de kilómetros de su tierra natal. Al otro lado del océano, entre montañas, los recuerdos de su infancia afloran con una facilidad pasmosa. Recuerdos que irradian felicidad, aunque no todos resultan tan gratos para un hombre sencillo. Venido al mundo en el epílogo de la extinta Unión Soviética, nunca necesitó de grandes caprichos para sentirse realizado. Quiere a su familia; su esposa e hijos completan su día a día. Una rutina en la que el boxeo tiene una relevancia capital. Nació para ello, pese a no corresponder a su deporte como lo hacen otros púgiles. Es su trabajo, pero “¿quién podría amar algo tan brutal?”.

Tras las duras horas de entrenamiento, acostumbra a pasar tiempo con sus pequeños, que le rescatan del sueño para ocupar las tardes jugando. De poco sirve que pida clemencia y le otorguen una hora más de descanso: la voluntad de un niño puede ser más férrea que el diamante. Entre tanto jolgorio, visualiza una clara proyección de sí mismo en el comportamiento de su hijo Vadim.

Con apenas ocho años, mostraba un interés poco común en los libros para después acosarle a preguntas. La galaxia, la luna o las chicas. Cualquier tema era apropiado para implementar algo de información a su conocimiento, aún por hacerse. Se vislumbra en él una falta de temor que recuerda a su padre. Ser un progenitor ejemplar, labor mucho más ardua que la de subirse a un ring. Ese es su verdadero reto. Todo ello le permite abstraerse de las horas de gimnasio: las montañas, las cenas con su amada, los juegos, los consejos de Abel. Piezas de un puzle que componen una tranquila realidad.

Los recuerdos regresan a su mente; los buenos y los malos. En aquella paz, la figura de sus dos consanguíneos mayores sigue tan presente como el día en que llegó a la Costa Oeste. La suya es una vida trágica, y es que sin estar siquiera cerca de dicha sensación, no puede ser fácil sobreponerse a la muerte de dos hermanos. Considerado durante años “el hombre más temido” del boxeo, se trata de un hombre atormentado. Condenado a vivir con el recuerdo de figuras que jamás regresaron.

Al amparo del frío
Gennady Gennadyevich Golovkin nació el 8 de abril de 1982, en Karagandá, República Socialista Soviética de Kazajistán. Aquella es la cuarta ciudad más poblada del país, con inviernos extremadamente fríos. Tras unos primeros años al amparo de sus padres, se vio obligado a crecer en una república recién independizada de la URSS, siendo la última en hacerlo. Era hijo de un ruso y una refugiada coreana, forzada a huir de su tierra natal debido a la invasión de Japón hasta casi mediados del siglo XX.

Fueron tiempos convulsos; los burócratas corruptos dejaron un enorme vacío de poder para el crimen organizado. Eso, junto con la incertidumbre económica, aumentó las tensiones existentes entre todas las etnias que se habían visto obligadas a vivir en aquel clima hostil. «Estos tiempos eran terribles. Fueron muy peligrosos para algunas personas», recuerda Gennady. Si bien era un niño, no olvida que “las cosas se volvieron más difíciles”. Se cerraron fábricas y la comida era mucho más difícil de conseguir. No había tantas cenas de carne, y el precio del pescado y la fruta subió mucho.

Maxim y Gennady

Su progenitor, Gennady Sr., se partía el lomo en las minas de carbón, mientras que su madre, Elizabeth Park, era asistente en un laboratorio químico. Él y su gemelo, Maxim, fueron los menores de cuatro hermanos. Sergey y Vadim eran los mayores. Mucho más curtidos en la vida, siempre creyeron que Gennady necesitaba endurecerse para afrontar su propio camino. Según narra el propio protagonista, cuando iba por la calle con ambos, estos elegían hombres al azar. “¿Le tienes miedo?”, soltaban. Si daba una negativa, le decían que pelease con el susodicho. A veces se trataba de peleas callejeras, otras de combates de boxeo. Desde que estaba en la escuela infantil, sus hermanos lo hacían «todos los días, con tipos diferentes».

Sergey y Vadim eran los jefes, y tanto Maxim como él los tenían en un pedestal como referentes indiscutibles. En ausencia de los progenitores, eran ellos quienes adquirían el papel de padres. Es por ello que existen diferentes tipos de imágenes en psique del ser humano. Algunas, reproducen una sensación tan placentera que es imposible dejarlas caer en el olvido. Otras, en cambio, prefieres no conservarlas aunque permanezcan ahí, irreductibles al paso del tiempo.

Su memoria lo traslada a cuando tenía cinco años. Eran buenos tiempos: iba a la guardería con sus amigos y de vez en cuando acompañaba a su madre al laboratorio. “No toques nada”, le recordaba siempre. No estaba de más ser precavido rodeado de químicos. También conserva la nítida visión de su padre bañado en carbón, con su par de ojos brillantes contrastando con el rostro impregnado de hollín.

Dada la importancia de este, las metas del joven Gennady se limitaban a ganarse el jornal en las minas junto a su padre en cuanto tuviese edad suficiente. Sin embargo, en la familia opinaban lo contrario: aquello era demasiado peligroso. Por el momento, lo único que hacían era pasarse el día jugando a fútbol, hasta que, alentados por sus hermanos, Gennady y Max probaron el boxeo, deporte archiconocido en los países del este. Aquello no le gustaba; se trataba de un deporte peligroso y brutal y él prefería jugar con el balón.

A pesar de todo, se desenvolvía sorprendentemente bien sobre la lona y ejecutaba cualquier gesto técnico que le indicasen con suma facilidad. En el fondo, sabía que era su terreno. Lo sentía propio. Recuerda que en su primer entrenamiento el gimnasio estaba infestado de tipos duros, pero no tuvo miedo. Había llegado para quedarse en el club. Max era el más hábil de los dos, con Gennady ofreciendo un estilo más “callejero”.

Ambos se convirtieron en la dupla de luchadores más fieros de la ciudad, llegando a la final de varios torneos juveniles. Siempre han esgrimido que se turnaban para perder los títulos, ya que su única opción era apoyarse el uno en el otro. En defensa de su hermano, Gennady lo ha definido como “el más fuerte”, con proyección suficiente para labrarse su propia carrera profesional. Con todo, en 2004 el dúo se vio en una encrucijada: los Juegos Olímpicos de Atenas. Solamente uno podría integrar el conglomerado de Kazajistán y para sorpresa de muchos, el beneficiado fue Gennady, por ser unos minutos mayor que Max.

No todo fueron alegrías en el seno de la familia. Algunos años antes de su irrupción, dos llamadas telefónicas los sacudieron por completo. En 1990, Vadim falleció en acción con el ejército, sin recibir ninguna explicación por parte del funcionario que llamó a casa; ninguna clase de detalles. Gennady recuerda las lágrimas de sus padres; la sensación de vacío en su estómago; aquel funeral sin cuerpo. Sabía de sobra lo peligroso que era servir en el ejército, pero jamás estás preparado para un mazazo de tales dimensiones. La segunda llamada se produjo cuatro años después, cuando se confirmó la muerte de Sergey en parecidas circunstancias. Durante meses, la incertidumbre de cómo perecieron atormentó a los Golovkin. Una penitencia que acompañará a Gennady hasta el fin de sus días.

Fue el tipo de tragedia que puede arruinar la vida de una persona, cuando esta renuncia a todo. Nadie habría culpado a ninguno de los dos hermanos si se hubiesen sumido en un pozo sin fondo o si hubiesen abandonado el deporte en el que Sergey y Vadim los habían introducido. Pudieron irse, pero no lo hicieron. Eran sus héroes y protectores, ¿Qué harían a partir de entonces?. En lo más profundo de su ser, aquel niño sentía que el destino, caprichoso por naturaleza, le había robado a sus hermanos. La vida es cruel, y Gennady no tardó en averiguarlo de primera mano. Cada victoria venidera sería en honor a ellos.

Medallista ignoto
Golovkin compitió por primera vez en 1993, cuando tenía 11 años, ganando el torneo local de la ciudad. Pasaron varios años antes de que se le permitiera competir contra adultos, y siete antes de que fuera aceptado en el Equipo Nacional de Boxeo de Kazajistán. No tenía claro que se fuese a ganar la vida con aquello, así que se graduó en el Departamento de Atletismo y Deportes de la Universidad Estatal de Karagandá, donde recibió el título de maestro de Educación Física.

En el retiro, se le recordará como una leyenda del peso medio. Pero sería injusto dejar de lado su trayecto como amateur, campo en el que cosechó la friolera de 340 victorias, por sólo cinco derrotas. Sus números estaban fuera de ranking para ser comparado con ningún otro de la misma talla. Puños que parecían pertenecer a un auténtico pesado, unidos a una de las mandíbulas más duras que se han visto. Hay quien dice que jamás besó la lona. Nunca lo sabremos a ciencia cierta, pero parece plausible.

Su concurso en los Juegos Olímpicos de 2004 se saldó con una medalla de plata, perdiendo por puntos ante el ruso Gaydarbek Gaydarbekov. Fue un golpe duro, pero nada comparado con lo que había sufrido fuera de las dieciséis cuerdas. En su vuelta a Kazajistán, se percató de que su rostro se había vuelto conocido entre la gente. No olvida que antes de encumbrarse en suelo heleno muchos de sus compatriotas lo acusaban de tener suerte en sus combates. Todo cambió después de la medalla. Era un tipo especial.

A partir de entonces, la lógica sugiere que su ascenso sería parejo al de un meteorito. Pero la suya no es una historia común: a los 22 años, Gennady Golovkin, estrella emergente del boxeo soviético, se había desencantado con su propio deporte. Molesto por la infame burocracia que le impedía convertirse en profesional en su país, pensó en tirarlo todo por la borda. Pese a vencer a otros muchachos que pasaron a profesionales, nadie se aventuraba a ofrecerle un contrato. “Estaba cansado de tanta política después de boxear durante años”, se sincera.

Asqueado, durante nueve meses rechazó ofertas de Canadá y Estados Unidos. Había dejado de pelear y ahora prefería dedicarse a pasar tiempo con sus amigos. “La buena vida”, como la llama él mismo. En aquella tesitura, aparentemente definitiva, apareció K2 Promotions, promotora de los hermanos Klitschko. Estos le pusieron en contacto con varios de sus antiguos compañeros de entrenamiento que se habían mudado a Alemania para competir profesionalmente. Era una ruta común para los combatientes de las antiguas repúblicas soviéticas, incluidos los hermanos Wladimir y Vitali, monarcas de los pesos pesados durante los años 2000.

Una vez recuperada la motivación, Gennady se instaló en Alemania durante más de tres años, convirtiéndose en uno de los boxeadores más fieros del continente. A pesar de su gran caché, aquella terrible pegada infundía un miedo irracional en las grandes estrellas contemporáneas. Siempre había alguna escusa por parte de los promotores germanos, por lo que decidió que era hora de hacer las maletas y viajar a Estados Unidos.

El sueño americano
En abril del año 2010, los nuevos managers de Gennady, Oleg y Max Hermann, se pusieron en contacto con el promotor estadounidense Tom Loeffler, artífice del salto de los hermanos Klitschko a suelo norteamericano. En un principio, se concertaron tres reuniones con otros tantos entrenadores: Abel Sánchez, Freddie Roach y Robert García.

Pese a su condición de medallista olímpico y púgil de renombre en Europa, Abel Sánchez no tenía ni idea de quién era aquel tipo. «Después de cenar con él tuve que ir a casa a indagar en Internet», asegura el preparador azteca. Casi trescientos cincuenta combates en amateur y 16-0 en profesionales. “Qué está pasando aquí?”, se preguntaría el bueno de Abel, que a la mañana siguiente, durante el desayuno, ya miraba con otros ojos al diamante en bruto que acababa de encontrar.

Para entonces, Golovkin también había decidido que quería trabajar con Sánchez. El ambiente espartano y sencillo que se respiraba en aquel gimnasio le resultaba extrañamente atractivo. El sitio era perfecto: «No puedo tener una vida normal. Tengo enfocarme en el boxeo al cien por cien”. No obstante, tras la primera reunión pasaron unos meses hasta que el idilio comenzó a tomar forma.

Abel se encontraba en una especie de regreso a los cuadriláteros. Desilusionado con las políticas que manchaban el boxeo, estuvo siete años sin entrenar. Entretanto, se dedicó a dirigir su propia empresa de construcción. Su gimnasio en Big Bear Lake, a más de 2.000 metros de altitud, estaba a disposición de quien quisiera, ya fuese entrenador o boxeador. La irrupción de aquel kazajo que apenas hablaba dos palabras en inglés fue el detonante para volver.

Un día cualquiera, Abel creyó conveniente probar las capacidades de su nuevo ahijado con Alfredo “El Perro” Angulo, prometedor boxeador mexicano. «Mi padre y yo estábamos entrenando cuando vimos a aquel ruso», dice Sam García, un entrenador de Salinas. En aquel lado del mundo, cualquiera llegado del este de Europa era ruso.

Tras observar el espectáculo que estaba ofreciendo Golovkin, García bromeó con Abel sobre sacar un dinero extra durante aquella tarde: “Podrías cobrar en la puerta para ver este combate”. Días más tarde, Sam se puso en contacto con Doug Fischer, periodista de The Ring, para decirle que había visto a un futuro campeón del peso medio. «Era difícil de creer porque en ese momento Angulo era el tipo que empujaba a la gente fuera del ring», afirma Fischer.

Golovkin tenía 29 años y todavía debería esperar más de un año para pelear en HBO. Recientemente había vencido a Milton Núñez en una pelea por el título del peso medio de la WBA en Panamá y había organizado otro combate con el excampeón del peso superwélter Kassim Ouma. Por la noche, se dedicaba al inglés con otros compañeros de entrenamiento y practicaba con el programa Rosetta Stone.

Durante el día, entrenaba y se sumergía en esta nueva cultura y atmósfera. Un ecosistema en el que Gennady comenzó a perfeccionar su estilo de alta presión, algo que él y Abel han modelado a partir de revisar combates del legendario Julio César Chávez. Él era capaz de absorberlo todo: la presión, los golpes en la cara o lo que fuera. Su estilo era perfecto para el tinte de lucha callejera que aprendió en Karagandá. Solo necesitaba pulir y refinar su técnica paso por paso.

No fue hasta 2014, cuando noqueó a Daniel Geale en el Madison Square Garden, que la parroquia boxística se percató de que ese hombre era uno de los mejores libra por libra del momento: «Este es mi estilo, como el estilo mexicano», dijo Golovkin a Max Kellerman, de HBO. Había quedado claro: Gennady Golovkin se había convertido en el practicante más perfecto y popular del estilo mexicano. Y, por lo tanto, lo apropiado era que Saúl “Canelo” Álvarez, nacido en Guadalajara, fuera uno de sus rivales en el futuro.

Álvarez ya fue compañero de entrenamiento de Golovkin en 2011, con apenas 20 años de edad. Doug Fischer, presente en aquellos sparrings, asegura que el kazajo se impuso, si bien quedó impresionado por las capacidades del Canelo.

Con sólo cuarenta combates en amateur, su capacidad de aprendizaje en cada sesión estaba fuera de toda duda. Años más tarde, el destino quiso que ambos púgiles protagonizasen una rivalidad que perdurará en el tiempo. Una disputa que pasó de ser negocio a un lance personal tras el positivo en clembuterol del pelirrojo. Pero esa es otra historia que no tocaremos en este capítulo.

Dentro de esas dieciséis cuerdas Gennady sabe lo que tiene que hacer para ganar. Su mirada se transforma, como la de un tiburón que huele la sangre de su presa. Pero tan pronto como suena la campana, GGG muta de nuevo en el Gennady padre. Es hora de jugar con sus niños y comer algo de carne de res junto a su esposa. El kazajo de California es un buen hombre. Uno que no ama lo que hace, si bien es el mejor en ello.