Javier Royo
@JavRoyo

“La sangre es como champán para los boxeadores. Les pone el ego en ebullición”.
Al Lacey, entrenador de boxeo.

En los primeros días de 1905 el ex boxeador Tommy West (27-10-8, 22 KO) (a la izquierda en la foto) recibió cinco disparos de un hombre llamado Paul Mullan después de producirse una disputa entre ambos, según informó la prensa. A pesar del porvenir negro que se cernía sobre West dada la gravedad de sus heridas, ‘milagrosamente’ sobrevivió y aunque contrajo secuelas crónicas, pudo contar el incidente durante un cuarto de siglo más.

Si había un hombre en todo Estados Unidos que no se sorprendió de la asombrosa recuperación de West ese fue Tommy Ryan (84-2-11, 70 KO), uno de los mejores peleadores de su era y seguramente lo hubiera sido en cualquiera. Ryan conocía mejor que nadie la dureza diamantina de la que estaba hecho West porque la puso a prueba con toda la artillería que sus mortíferos puños podían descerrajar, mientras éste se mantuvo en pie como si de un faro en una tormenta se tratara.

Los protagonistas
Nacido en la ciudad galesa de Cardiff, en 1873, a principios de la década de 1890, West boxeaba para ganarse la vida en Boston, Portland y sus alrededores, mientras trataba de encauzar la ferocidad que alimentaba su corazón guerrero. Su récord inicial es engañoso porque el detalle desvela que tuvo enfrentamientos muy tempranos con nombres tan importantes que su historial parecía el de un luchador experimentado en su mejor momento: ‘Mysterious’ Billy Smith (35-22-26, 24 KO); ‘Barbados Demon’ Joe Walcott (87-24-24, 57 KO); Joe ‘The Terror’ Choynski (57-14-6, 39 KO) o Charles ‘Kid’ McCoy (74-6-9, 59 KO). Los resultados de West contra estos consolidados púgiles no fueron buenos, pero es difícil imaginar que un luchador haya tenido un aprendizaje más exigente. No es de extrañar que la experiencia adquirida esculpiera a un luchador de una dureza tan compacta como la pizarra de su país de origen.

Tanto progresó como boxeador que se convirtió en el principal compañero de baile de Joe Walcott, considerado todavía como uno de los pegadores más temidos de todos los tiempos, al que incluso llegó a superar en dos ocasiones. ‘El demonio de Barbados’ fue un boxeador al que Ryan nunca quiso enfrentarse en contraste con West que luchaba literalmente contra cualquiera. Era inevitable que ambos acabaran cruzando guantes.

Durante una década Tommy Ryan presentó firmes argumentos para ser considerado el mejor boxeador de todos los pesos. En 1894 logró el campeonato mundial del peso wélter. Después de estar cuatro años defendiendo su corona subió a la división de peso medio, donde también se convirtió en campeón en 1898 y mantuvo el cinturón hasta 1906. A día de hoy, todavía se le reconoce como uno de los boxeadores más grandes que jamás hayan existido.

Los antecedentes
La primera vez que se enfrentaron Ryan y West fue en el Lenox Athletic Club de la ciudad de Nueva York en 1898. West estaba en aquella época en su mejor momento. En 1896 empató con Joe Walcott y en 1987 llegó a superarle. Ryan por su parte era entonces campeón de peso medio y mantenía el invicto desde 1896, una condición que prolongaría hasta 1901. En este primer cruce, la temida precisión de los puños de Ryan ocasionó a West daños considerables en los dos últimos asaltos y el árbitro, en una decisión poco usual en la época, rescató al galés de un castigo más severo.

A pesar de la derrota, West recibió muchos elogios por el corazón demostrado, un carácter que se valoraba incluso más en aquella época que ahora. Pero la pelea no cosechó buena asistencia, ni siquiera fue cerrada ya que la superioridad de Ryan fue manifiesta. Sin embargo, sucedió algo extraño: se concertó una revancha apenas seis meses después.

El espectáculo ofrecido por ambos boxeadores en esta segunda ocasión fue lamentable. Al punto de que los asistentes abuchearon a los combatientes por permanecer en extremo cautos durante todo el combate. Los reporteros dieron testimonio del acontecimiento en artículos donde denunciaban a los dos púgiles de ‘contemporizadores’. El resultado decretado fue sin decisión por la poca combatividad ofrecida por ambos. Que la trilogía se completara parecía poco probable, pero West a base de victorias importantes forzó que el tercer encuentro se concretase.

Entre la primera y la tercera pelea, West disputó dieciocho combates y perdió solo dos, ante el futuro retador de peso pesado Jack Root (47-3-3, 28 KO) y contra el legendario peso semipesado ‘Philadelphia’ Jack O’Brien (92-6-14; 55 KO), ambos a la distancia de seis asaltos. Ninguna de estas derrotas lo lastimó físicamente, y las victorias sobre Dan Creedon (39-21-10, 32 KO) y Joe Walcott le situaron en condiciones de retar a cualquiera. Ryan, mientras tanto, se estaba quedando sin rivales de entidad que pudieran disputarle su corona de peso medio. Así que la pelea se cerró para el 4 de marzo de 1901 en Louisville.

El combate
La pelea por el título quizás más sangrienta de la historia comenzó a cimentarse desde el primer tañido de la campana. En este combate los dos púgiles estuvieron desde la primera ronda intercambiando fuego graneado. Mientras el retador en la primera pelea intentó esquivar el intercambio al principio del envite, esta vez lo aceptó con gusto. La diferencia es que Ryan en esta ocasión se topó con un muro de piedra. En el segundo asalto, West merced a un certero golpe tiró al campeón al suelo, pero esta vez Ryan no sonrió como cuentan que hizo en el primer combate cuando cayó en una situación similar. Y es que en esta contienda la pelea estaba equilibrada. Es más, Ryan fue quien sufrió la primera herida, un profundo corte en su mejilla, producido al final de la ronda, que “tiño su pecho de rojo”, según informaron las crónicas de la época.

Al final del sexto asalto una derecha de West aterrizó en la nariz de Ryan provocando que fluyera más sangre. West, sin marcas en ese momento, debió mirar a su ensangrentado oponente e imaginar ya el cinturón adornando su cintura. Pero Ryan a pesar de ser un estilista también era un guerrero. Endureció las acciones y al final del séptimo asalto West acabó con la nariz rota. Con un ojo ya cerrado por los punzantes golpes de Ryan, se encontró de repente en una situación desesperada: con la visión de un solo ojo, sentido, cortado y a merced de un boxeador cuyos precisos golpes parecían estar guiados por la exactitud de un láser.

No está claro cuándo los espectadores empezaron a sentir náuseas por el espectáculo que se desarrollaba ante ellos, pero está documentado que algunos de ellos abandonaron el auditorio con el estómago revuelto antes de que terminara la pelea. Pudo haber sido alrededor del final del octavo asalto. Para entonces, el labio de Ryan estaba partido y West sangraba con profusión a través de dos cortes profundos en la frente y uno en la mejilla derecha. Viendo la debilidad del contrario Ryan dirigió sus golpes sin piedad a la nariz rota de West. Entre los asaltos, tuvieron que limpiar la sangre vertida de la lona para que el suelo resbaladizo no entorpeciera las acciones encima del ring.

A partir del asalto doce ambos púgiles estaban completamente teñidos de rojo. Pero no fue una razón suficiente para que dejaran de luchar. Las crónicas de la prensa subrayaban que el rincón de West se asemejaba a “un corral después de una matanza”.

Para el decimoséptimo asalto, Tommy Ryan comenzó a desvanecerse, pero la condición de West era mucho peor. Perseguía a su antagonista envuelto en la neblina atacando a su torturador con los residuos de fuerza que le restaban. “En las dos últimas rondas estaba casi ciego y apenas podía ver dónde estaba”, dijo después.

Una figura emergió del público al acabar la ronda. Se trataba del entonces campeón de peso pluma Terry McGovern (60-4-3, 45 KO), el boxeador que, según cuentan, más estaba acostumbrado a convivir con la violencia ya que protagonizó muchas de las peleas más duras de la época. Se acercó a las cuerdas, levantó la mano de West y viendo su calamitoso estado arrojó la esponja, en señal de que no podía continuar. El árbitro que también estaba empapado en sangre, aliviado, anunció a Ryan ganador. Como testimonio de la cruel batalla, el ring, de esquina a esquina, parecía estar pintado de color rojo.

“Tommy West es un gran luchador”, dijo Ryan a la prensa cubierto de heridas y con la mano derecha rota. “Mucho mejor de lo que pensaba”. Y acto seguido se impuso la urgente obligación de no tener que verle de nuevo enfrente encima de un ring.

Las conclusiones
La demostración de resistencia exhibida por West nunca podría repetirse ahora. Es impensable que de celebrarse en la actualidad el combate no se hubiera cortado mucho antes. Incluso en aquellos tiempos es difícil encontrar otra pelea con tal desarrollo de violencia física.

Y eso que el rigor del boxeo moderno en comparación con el de esa época, a pesar de que continúa siendo el más duro de los deportes, no cabe más que definirlo de benigno. A principio de siglo XX los combates por el título se celebraban a la distancia de 20 asaltos con guantes de cinco onzas (en la actualidad en el peso medio los combatientes profesionales los calzan de 10). El tiempo de rehidratación era exiguo ya que se pesaban pocas horas antes de las peleas. Además sin un peleador caía a la lona, el oponente no estaba obligado a ir a su esquina hasta que el rival se levantara. Una situación que propiciaba esperar con el golpe cargado para soltarlo al mismo instante que el oponente se erguía. Por supuesto, tampoco tenían noticias de la cuenta de protección. Y quizás lo más asombroso: el descanso entre combates de un boxeador era muy inferior. Como ejemplo, Tommy West, tras el tremendo castigo sufrido, veinticinco días después se volvió a subir a un ring para enfrentarse con Marvin Hart (28-7-4, 20 KO).