Christian Teruel
@Chris_Le_Gabach

Deontay Wilder empezó su carrera en el boxeo como un ángel de la guarda. Para su primogénita, concretamente. La niña nació con una enfermedad llamada espina bífida, una malformación en el tubo neuronal del bebé y que puede causar problemas de movilidad, visión y daños en el cerebro, entre otras consecuencias. Y Wilder tuvo que hacerse cargo de ella él solo tras el abandono de la madre. Por eso, se inició en el noble arte, pensando que sería la manera más rápida de hacer dinero, a pesar de que en el instituto tuvo serias aspiraciones de convertirse en profesional en baloncesto o football.

Con solo 20 peleas amateur ganó el preolímpico y le llevó a formar parte del equipo estadounidense en los juegos de Pekín 2008, ganando la medalla de bronce. Pero, las medallas no pagan facturas. Sus trabajos en la cadena de restaurantes Ihop y de repartidor de Budweiser no daban para pagar los recibos del médico. Así, a poco de volver de los Juegos Olímpicos, saltó al profesionalismo para poder hacer esos dólares extra. Pelea tras pelea, alcanzó el campeonato del mundo, igualando a Ali con diez defensas consecutivas e incluso ser nombrado mensajero de la paz por el Papa Francisco. Pero lo más importante, pudo proveer una vida mejor a su familia.

Después perder por KO ante Tyson Fury, Wilder ha vivido su propio descenso a los infiernos. Y no por la derrota en sí, ya que el perder no tiene que ser el punto final para ningún atleta. A pesar de que parece que esto es un mantra en el panorama boxístico actual. Lo que hace que ver dura esta caída son su actitud y excusas, que le hacen dar una imagen de llorica como la del Ángel Caído del cuadro de Alexandre Cabanel. Desde la denuncia de los guantes trucados y el agua contaminada, pasando por el peso del traje que le debilitó las piernas o la exigencia de la revancha fuera de plazo a través de un vídeo selfie con el móvil.

A esto se suma la versión histriónica de su persona que se ha creado en estos últimos años. Una personalidad que se fabricó para llamar la atención y buscar el reconocimiento que no lograba con sus KO y que campeones con un estatus al nivel del presidente de Estados Unidos, como Evander Holyfield o Mike Tyson, gozaban antaño. Comportamientos nada dignos ni necesarios para un auténtico campeón.

El presente y el futuro inmediato de The Bronze Bomber son una auténtica incógnita. Desde que cayera contra The Gypsy King, su exposición se ha reducido al mínimo. Solo sale en contadas ocasiones para soltar alguna excusa nueva o imágenes en sus redes, nada relacionadas con el boxeo, como practicar tiro o haciendo de modelo. Los escasos rumores, sobre rivales y fechas, no salen de su boca o su entorno, lo que da pie a todo tipo de especulaciones. Desde un enfrentamiento a finales de año con Andy Ruiz Jr. hasta el retiro, pasando por un tercer combate inminente contra Fury, como el propio inglés ha dado a entender recientemente. Pero nada oficial ni serio y tampoco ninguna señal de la vuelta a la actividad tras un año alejado del ring. Situación realmente extraña, aun contando con la pandemia, para el que era el monarca del WBC hasta hace un año.

En el pasado, Deontay Wilder se sobrepuso a una gran cantidad de obstáculos. Las risas de sus compañeros de colegio por llevar zapatillas del supermercado y ropa de segunda mano. De adolescente, la lucha por la supervivencia de su hija enferma, la pobreza y la depresión. Como profesional, al poco reconocimiento y a una técnica muy limitada e inferior a la mayoría de los top no le impidió ser campeón el mundo.

Ahora, The Bronze Bomber se encuentra ante otro reto mayúsculo. Primero, el de superarse a sí mismo y vencer a sus demonios. Olvidarse de pretextos absurdos y hacer autocrítica para corregir sus errores, buscar alternativas y otros planes de trabajo distintos a fiar todo al poder de su mano derecha. Y después, Tyson Fury y Anthony Joshua, dos columnas gigantes que aguardan la entrada a los cielos y a los que tiene que derribar para recuperar sus alas.