
Antonio Salgado
Aún, después de haber transcurrido muchos años, seguimos manteniendo que, con el fugaz desenlace de esta contienda, el pugilismo sufrió una humillación. El principal protagonista era un púgil parlanchín, tremendamente egocéntrico: “Cuando uno es tan grande como yo, es difícil ser modesto”; un hombre custodiado por doscientos policías estratégicamente escabullidos entre los 2.334 espectadores que se ubicaron en el St. Dominics Arena (la menor entrada que, hasta aquella fecha, se había registrado en la historia de un campeonato del mundo del peso pesado); un boxeador que antes de subir al cuadrilátero había suscrito una póliza de seguro de vida por valor de un millón de dólares. Todo el mundo lo conocía por Cassius Clay, pero el “speaker” oficial de la contienda lo anunció, pomposamente, como “Mohamed Alí”, nombre que llevaba bordado en su batín…
El Islam, cuyos miembros eran llamados los “musulmanes negros”, tenían al frente a Elijah Muhammad y se vanagloriaban de contar entre sus líderes a Malcolm X. A Clay le había intrigado el grupo desde hacía años y, por eso, abandonó lo que percibía como su “nombre de esclavo” y adoptó, primero el nombre de Cassius X (la X simbolizaba su identidad africana perdida) y, más tarde, el de Mohamed Alí, que significaba “digno de elogio”).
La conversión de Alí produjo todo tipo de reacciones, desde la incredulidad hasta la mofa (su propio padre pensaba que le habían lavado el cerebro).
Su rival era otro púgil de color, con semblante taciturno y angustiado, que antaño había cumplido prisión y que se había convertido en campeón mundial de la categoría reina del boxeo al noquear en dos minutos y seis segundos a su hermano de raza Floyd Patterson, prototipo de “mandíbula de cristal”.
Era Sonny Liston, que, en un reciente “combate fantasma” le había “cedido” su simbólica diadema universal a Clay, léase Alí. En aquella lejana época se nos antojaron como dos auténticos casos psicológicos; dos grandes comparsas del cuadrado de la violencia reglamentada, con ritmo de marionetas accionadas, según la prensa norteamericana, por los pocos secuaces que aún quedaban de Al Capone…
Clay hacía declaraciones en verso y, además, no le importaba salir a la calle provisto de un lazo y un tarro de miel “para cazar al Oso Mr. Liston”. Sonny era cauteloso, de labios sellados para declaraciones sensacionalistas; era el augusto del circo, el “punching-ball” humano, estoico a soportar los más catalogados insultos. Se intuía que era parte de aquel programa de argucias y embustes.
Un programa nunca visto. Ochenta millones de personas lo escucharían por radio en los Estados Unidos y, seiscientas mil acudirían a unas trescientas salas de espectáculos especialmente habilitadas en Norteamérica y Canadá para presenciarlo en televisión en circuito cerrado. Estos “actores” con guantes de seis onzas y vendajes duros iban a popularizar al satélite “El Pájaro del Alba”, que se encargaría de difundir el show a millones de personas en Gran Bretaña, Europa continental , México, África. Todo el mundo estaría pendiente de este enfrentamiento, a pesar de lo ocurrido en la primera confrontación. El hombre, no cabe duda, es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra.
Los «cameramen» de cine y televisión eran como abejas en torno a aquella extraña colmena cuadrada. El “speaker” era tenor que cantaba desde el centro del ensogado el prólogo de la ópera más cara de la historia., sin tener a la Callas como primerísima figura. Cassius Clay tenía tantos segundos y consejeros en su rincón como dedos en manos y pies. Sonny Liston era “La Cenicienta” de la comedia, de cara compungida, triste, pausados movimientos y mirada eternamente melancólica.
Y comenzó “aquello”: Clay era el estilista, el púgil del rápido picotazo de izquierda; el boxeador saltarín y habilidoso, que mariposeaba en torno al descomunal Liston, con suprema tranquilidad, manteniendo sus puños a la altura del ombligo. Pero sus impactos no inmutaban al ex-presidiario. Sus golpes no desplazaban ni un centímetro al que noqueó a Patterson con la misma facilidad con que se corta mantequilla con un cuchillo al rojo vivo. Cassius Clay, salvando las distancias, claro está, era algo así como el tinerfeño Tony Falcón.
Boxeaba con el mismo estilo del isleño: abierto, alegre, saltando sobre las puntas de las zapatillas, brindando el rostro… Sonny, boxeador frontal, era de extremada lentitud. Nunca se batió en retirada. Es más, fue quien llevó la escasa iniciativa de aquella peculiar contienda que, desde el principio, olía a falacia.
¡Qué pésimo les salió el estudiado desenlace! Aquel impacto de derecha que Clay proyectó a los cincuenta segundos en el rostro de Liston no haría retroceder el vuelo de una mosca. Pero derribó a una anatomía de casi cien kilos. Fue un derechazo con el brazo en ángulo, en la corta distancia, sin apoyo ninguno, porque Clay nunca dejó de “bailar”. Fue impacto de “rabbit-punch” (golpe de conejo), dado de arriba-abajo, una especie de “hook” inglés muy mal efectuado; reglamentario, eso sí, por ser proyectado en zona no prohibitiva. Nada de golpe de karate, como se dijo, ni mucho menos “maravilloso”, como opinó, desde Suecia, el excampeón mundial Ingemar Johansson.
Fue un golpe excesivamente ingenuo que la cámara lenta convirtió en extremadamente dubitativo. El 7 de septiembre de 1954, en Detroit, un púgil llamado Marty Marshall le fracturaba la mandíbula a Sonny Liston. Y Liston se mantuvo en pie, perdiendo el combate por puntos. Ahora, caía al encajar un mal bofetón, un “golpe de ancla”, como lo bautizó el propio Alí.
El excampeón mundial de los pesos pesados, Joe Jersey Walcott no destacó en su cometido de árbitro. Su intervención no pudo ser más desacertada. Se vio impotente para enviar al rincón neutral a Clay, mientras Liston estaba tendido en la lona. Nunca inició el protocolo de los diez segundos reglamentarios. El cronometrador oficial fue, al fin de cuentas, quien determinó el KO. Antes, un encolerizado Clay se había acercado al cuerpo tendido de Liston, exigiéndole que se pusiera en pie y luchara. La oportunidad de un excepcional fotógrafo captó esta escena, que dio la vuelta al mundo.
Habíamos presenciado, evidentemente, a través de TVE, un combate insólito, un enfrentamiento que duró un parpadeo y que, obviamente, había resultado tan impredecible como el primero. Más tarde circularon rumores de que el combate había sido amañado y que Sonny Liston besó la lona siguiendo las instrucciones de los mafiosos que le habían comprado, que habían apostado sobre el resultado. Sin embargo, Liston lo negó hasta la tumba. Ni siquiera el FBI consiguió encontrar pruebas que indicaran que la contienda estaba apañada.
Para Alí, sin embargo, y como se ha escrito y comprobado, la segunda victoria sobre Liston simplemente reforzó su inherente creencia en que era el boxeador más grande del mundo. Cuando Joe Jersey Walcott detuvo el combate no se produjo la histeria que siguió al final del primer encuentro. Alí, simplemente, levantó las manos por encima de su cabeza antes de que las personas de su entorno subieran al cuadrilátero para felicitarle.
Sonny Liston siguió boxeando, pero sabía que, una vez más, le había vencido un talento extraordinario e impulsivo. “Mira”, dijo años después, “Alí es un chiflado. Te puedes imaginar lo que va a hacer un hombre normal, pero no lo que va a hacer un chiflado. Y Alí es un chiflado”.
A estas alturas, el cronista, que ha respetado la opinión que vertió en su momento, sigue creyendo, no solo que Clay fue el púgil más sobresaliente de la historia del boxeo sino que, como dictaminaron fuentes de la mayor solvencia, fue el mejor deportista del siglo XX. Y como ya hemos manifestado en otras ocasiones, fue el mayor ego de los Estados Unidos, el monarca del exabrupto boxístico, el príncipe del hombre masa y de los masivos medios de comunicación: “Jesucristo, los ángeles y toda la corte celestial son blancos. Superman, Batman, el Hombre Araña y hasta Tarzán son blancos. El único héroe negro soy yo” afirmaba Cassius Clay, luego Muhammad Alí que, como musulmán amante de Mahoma y del Corán, no bebía, no fumaba, ni tampoco comía carne de cerdo, “por eso me mantengo joven y soy esbelto y precioso”…
Era, algunas veces, indescriptible La atracción y la repulsa se encontraban simultáneamente en un mismo ente. Había en su carisma la majestad de la amenaza. En los protocolarios actos del pesaje oficial, sermoneaba, gritaba, aullaba, le sacaba la lengua al rival de turno, dominado por la angustia del terror o por una enloquecida valentía. Así comenzaba a fraguar sus espectaculares victorias Cassius Clay= Muhammad Alí, que cultivó unas habilidades defensivas que le permitían utilizar al máximo sus dotes físicas. Para él, el pugilismo era un diálogo de cuerpos. Jugaba con los puñetazos; los ponía con tanda “delicadeza” como se pone un sello en un sobre. Nunca será olvidado por los puristas del boxeo.