Antonio Salgado

(Houston. 6 de febrero de 1967. Cassius Clay vence por puntos a Ernie Terrell. Campeonato Mundial de los Pesos Pesados WBC-WBA)
Un promotor boxístico de California ha dicho: “Lo único que siento es que Cassius Clay no sea cuatrillizo…” El fabuloso Jack Dempsey se muestra impresionado: “No me importa que este Clay no sea capaz de dar un puñetazo. Estoy de su parte. Las cosas vuelven a vivir en el boxeo gracias a él”.

Y él, Cassius Clay, lo sabe-¡ vaya si lo sabe cuando acaban de darle 20 millones de pesetas frente a Ernie Terrell¡. Por eso, sabiéndolo, se esponja, toma simbólicamente su “lira”, y declama:
“Todos deben caer
en el round que yo diré”.
En efecto, Archie Moore, Henry Cooper, Brian London, Cleveland Williams, Karl Mildenberger…fueron al tapiz. Y Clay sigue dispuesto a enriquecer la historia de la poesía pugilística:
“Algunos enloquecieron
otros los dólares perdieron
Y yo, como si tal cosa
bajé del ring como una rosa”.

Cassius Clay sube al ring no para aplastar a hombres o para acabar con ellos sea como sea, sino que sube a ganar, pero no a aplastar; sube a dar una lección de cómo un hombre puede vencer a otro en buena lid, con arte, con disciplina y con nobleza, y anteponiendo sus cualidades de hombre al instinto animal de conservación para llegar a la victoria.

Se ha dicho que es difícil conseguir convencer a cualquier persona que no conozca profundamente este deporte si se le dice que en el boxeo existe auténtico arte. Los clásicos definen el arte como cualquier medio de expresión que absorba las facultades del alma. No creo que haya ninguna persona que compare el boxeo como un bello arte más, ni nos proponemos que lo comparen como tal; pero al igual que para amar las bellas artes hace falta conocerlas, así hay que conocer al boxeo para comprenderlo y defenderlo.

Y el boxeo se comprende y se defiende viendo actuar a este revoltoso personaje que es Cassius Clay. Gran acierto fue que Terrell se rasurara su frondoso mostacho antes de medirse a Clay porque de lo contrario a estas horas los cirujanos plásticos estarían sacándole, en el paladar, cabello a cabello. Señor Kassler: Usted que tan acertadamente envió a Cleveland Williams al rincón hace algunos meses, ¿por qué no hizo lo mismo con Terrell, en el octavo asalto? El único tono aliviador y compensatorio al lado de tanto infierno de golpes era precisamente la blanca camisa del árbitro, revoloteando dentro del encordado, como una desorientada paloma de la paz, que no podía hallar donde posarse…

Ernie Terrell-¡qué desilusión!- constituyó para nosotros como un Primo Carnera, con menos estatura y peso pero con idénticos pies de plomo. De una pared de su casa de Chicago cuelga un diploma de bachillerato pero está visto que el pugilismo no se aprende en aulas escolares. Y además, lo poco que sabe de boxeo no puede ser más deficitario. Se pasó los quince asaltos golpeando la nuca y riñones de su antagonista, que parecía tenerlos de pedernal porque apenas se inmutó. ¿Dónde quería llegar Terrell con aquella escandalosa pesadez en sus movimientos; con aquellos puños pegados al rostro y continuados impactos a los flancos.

¿Cómo me llamo? ¿Cómo me llamo? Eso fue lo que le decía, encolerizado, Clay a Terrell en el octavo asalto.
( Durante una conferencia de Prensa en Nueva Tork, Terrell aludió al campeón como “el blanco Cassius Clay”, por lo que se molestó, ya que siempre ha querido que le denominen Mohamed Alí)
Ahora trató de recordárselo sobre el ring, cuando el rostro de Terrell era como una máscara de tragedia griega; cuando en el rincón, sus cuidadores eran galenos de guardia, que tuvieron que echar mano de bolsas de hielo, vaselina, sales y lápiz cicatrizante…

Por qué no se paró aquella desigual contienda en el octavo asalto? ¿Por qué aquel innecesario castigo a un púgil que sólo venía ofreciendo actitudes pasivas, luchando siempre contra el poder ciego de la casualidad? Hace un par de días, en estas mismas columnas de “La Tarde”, el comentarista José H- Chela, en la punta de la pluma de su “Diccionario chiquitito”, definía así al boxeo:” Deporte en el que nunca se ha logrado descubrir quién es el más bestia…de los espectadores”. Una observación que hay que respetar y que viene como anillo al dedo con respecto al combate reseñado. El público, ese tifoso energúmeno que durante los combates no deja sana una sola rama del árbol genealógico del árbitro, cobra, en el pugilismo norteamericano, carácter de auténtica barbarie. Las apuestas son los “perros” que producen la rabia colectiva de una masa cegada a toda humanidad. Y determinados árbitros, para no complicarse la vida, sentencia la ajena, como en esta ocasión, en la que Terrell tiene que estar por espacio de tres semanas en el hospital de la Universidad de Fidadelfia para evitar que sus heridas se tornen crónicas.

El hombre de sensibilidad artística se recreó admirando la estampa boxística de Clay, que dio una lección de arte, de conocimientos precisos, de carácter, de voluntad y precisión. Pero necesariamente tuvo que repudiar aquella masacre humana, donde un hombre con la cabeza colgante, los ojos vidriosos y las piernas flojas se había convertido en un “punching-bag” humano.

Recordemos, para finalizar, las palabras de Sir Arthur Conan Doyle: “Tengo interés en repetir una vez más que si el ring cayó tan bajo no fue por culpa de los que en él se batían, sino por los despreciables parásitos que frecuentan las arenas, tan inferiores al púgil honrado como los pilletes y los timadores al noble caballo de carreras, que sirve de pretexto a sus infamias”.