Jon Otermin
@jonmaya10

Todo transcurría con relativa normalidad. El ambiente era el esperado en la capital del mundo. Por fin, La Meca del pugilismo: el Madison Square Garden. Amaba su tierra, pero cruzar el charco era un paso que sabía que estaba obligado a dar. Le hubiese gustado desvirgar su periplo estadounidense con un rival de mayor calibre, si bien las circunstancias así lo habían querido.

Tras dos rounds de tanteo, pudo probar la velocidad de manos aquel rechoncho mexicano. No lo hacía tan mal, de modo que tendría que meter una marcha más. Los problemas extradeportivos de Miller habían obligado a retrasar la pelea más de lo requerido, por lo que Anthony notaba más que nunca sus ansias de victoria, fuese quien fuese el adversario. Muchos meses sin acción en sus manos, con un último combate que se remontaba a septiembre, cuando noqueó al veterano Povetkin. Big Baby lo había jodido todo. No tenía esperanzas de que sobreviviese a doce asaltos de máximo nivel, pero con gusto hubiese cerrado la boca a aquel cantamañanas.

Sea como fuere, no había aterrizado en Nueva York para hacer amigos. Joshua aparcó a un lado su timidez de los primeros compases para entrar en corto. Primera combinación limpia de todo el combate, y primer knockdown. Un gancho de izquierda del gigante inglés derribó a Andy Ruiz, aspirante accidental, por primera vez en su carrera. El azteca, muy por detrás en las apuestas previas al combate, miraba desde la lona como si pidiese clemencia; sin embargo, el retador logró superar la cuenta sin demasiados apuros.

La cena estaba servida. Existen pocos finalizadores como Anthony Joshua en el panorama pugilístico. Y el de Watford había olido la sangre. Alentado por el fervor del público, se dispuso a acabar el pleito. No hacía falta alargarlo más si quería descansar y ponerse a pensar en una unificación con Deontay Wilder. Expectante, midió un par de veces la distancia antes de lanzar una derecha que pocos hubiesen soportado. Frente a él, Ruiz no había perdido la compostura pese al tremendo recto. Tendría que dar algo más de sí. “¿Cómo había aguantado aquel golpe?”.

Los aficionados palparon la tensión del momento, sabedores de que el espectáculo podía concluir en cualquier instante, con Goliat imponiéndose a David en un resultado más que esperado. En el centro del ring, ambos hombres se funden en un cruce de golpes al aire. De repente, ante el tremendo ímpetu ofensivo de Joshua, una mano se cuela e impacta de lleno sobre la cabeza del británico. Algo no va bien. Ruiz se percata de que ha dañado a su rival y lanza varios golpes más. No hace falta que sean certeros. Joshua cae a la lona.

“¿Qué coño había pasado?”. Se suponía que tenía que haberlo tumbado. «Ni siquiera podía recordar dónde estaba», afirmó el propio Joshua más tarde. El campeón miró fijamente al árbitro de la contienda, Michael Griffin, antes de levantarse y alzar los guantes mientras sonreía. Con más de la mitad del asalto por delante, estaba obligado a resistir para reponerse de aquel golpe. No había problema. Ya había estado en una situación parecida frente a Wladimir Klitschko, a quien terminó tumbando. Tan sólo unos segundos más y tendría un tiempo para descansar.

De algo debió percatarse Andy Ruiz. Tal vez el inesperado hecho de verse frente a un monarca derribado lo alentó y lo llevó a creer que podía culminar la gesta. El hecho es que, lejos de achantarse, supo atacar a un Joshua seriamente maltrecho. Lento y desacertado, el inglés no tenía otro remedio que agarrarse para sobrevivir al mal trago. Un poco más y llegaría a lo orilla.

Cuando pareció que su caída iba a quedar como un susto del que tendría ocasión de recomponerse, una nueva ráfaga de golpes lo pilló descubierto y arrinconado en la esquina. La respiración era mucho más sufrida de lo normal y las piernas no respondían en el momento que cayó de nuevo. Al lado del cuadrilátero, su padre, Richard, temiéndose lo peor, se puso en pie. Por su parte, Eddie Hearn, director general de Matchroom Boxing y principal valedor de Anthony, se llevaba las manos a la cabeza.

El público enloqueció en lo que parecía la sorpresa de los últimos años. Tras escuchar el tañido de la campana, Joshua respiró hondo. Estaba exhausto, pero vivo. Miró a su esquina y preguntó preocupado: “¿Qué golpe ha sido?”. Su conmoción no auguraba nada bueno; no obstante, aquel reposo era una oportunidad que no podía desaprovechar.

Pasaron los minutos y la cosa se fue equilibrando. Anthony ya no daba la sensación de fragilidad que invitó a Ruiz a abalanzarse sobre él. Con todo, el británico no lograba dominar como se esperaba de él, mucho más grande y mejor técnicamente. Cada envite del mexicano parecía contener verdadero peligro para los del otro lado del Atlántico.

Joshua seguía siendo un nómada entre las cuerdas y, conforme se sucedían los asaltos, Ruiz empezó a vislumbrar grietas en la defensa rival. Un nuevo intercambio de metralla en el centro del ring certificó lo que parecía obvio: el inglés no se había recuperado. Incapaz de bloquear la embestida, la larga ráfaga de Andy volvió a derribarlo. Tercer knockdown. No podía más. El orgullo le impedía tirar la toalla, pero apenas lograba respirar. Los demonios comenzaron a aflorar en su mente. Esos que llegan cuando temes defraudar a quienes confiaron en ti. Regresó a su esquina y, tras superar la cuenta, volvió para hacer frente a la aplastante realidad. Esta vez no hizo falta ni ser golpeado. Al mínimo contacto, Joshua cayó de rodillas. Cual Rey postrado ante su sucesor, escupió su protector bucal antes de ponerse en pie.

Michael Griffin acudió a él. «Le estaba mirando a los ojos. Estaba luchando con algo en su interior», declaró posteriormente el árbitro. Cuando vio que Joshua se quedaba quieto, decidió parar la pelea en el séptimo. En lado opuesto del cuadrilátero, Ruiz saltaba y daba vueltas como un niño en Disneyland. Había rubricado una de las victorias más inesperadas en la historia reciente del deporte. Aquel 1 de junio de 2019 quedará grabado como una de las grandes sorpresas del boxeo. Puede que la mayor desde el triunfo de James Buster Douglas sobre Mike Tyson en el Tokyo Dome.

La tensión podía cortarse con un cuchillo en el bando británico, que se convirtió en un frente de reproches cruzados. El padre del excampeón se encaró directamente con Hearn. Fue el propio Anthony quien tuvo intervenir como mediador para que la sangre no llegase al río. “Yo soy el que pelea”, gritó para zanjar la discusión. Tocaba pensar sobre lo acaecido allí. Pero habría que hacerlo en frío. Era obvio que se habían equivocado y, si bien de cara al público argumentaron lo contrario, no habían tenido en consideración a Andy como un rival realmente capaz. «Me ha pillado con demasiados ganchos», confesó Joshua a su entrenador, Rob McCracken, nada más cruzarse con él. Nadie mejor el buen Bob para comprenderlo en aquellos momentos.

Había perdido su condición de invicto, pero no era el fin del mundo. Él mismo era consciente de que prácticamente todos los grandes campeones hincaron la rodilla alguna vez. No quedaba otra que ponerse el mono de trabajo y volver a entrenar con más ganas. Habría revancha, no cabía ninguna duda al respecto. “Primer campeón mexicano de peso pesado, bien jugado”, dijo el inglés tras el combate. Si algo había aprendido entre tantas victorias, era que más valía ser tan elegante o más en la derrota. De vuelta en el vestuario, intentó levantar el ánimo de los allí presentes. Se sentó junto a su padre y su hermana para quitar hierro a lo que se asemejaba a un funeral.

La losa del menosprecio
Inmediatamente después de conocerse el resultado, televisado en todo el mundo, la crítica pugilística salió a la palestra para dar su parecer al respecto. Los rumores sobre su preparación campaban a sus anchas. It’s part of the game. Incluso se extendió entre la prensa que había sufrido un ataque de pánico en la víspera del combate, lo cual era rotundamente falaz. Aquel fue bautizado como el gran relato del curso. Hecho irrefutable incluso para el vencido. “Esta es la noche de Andy. Enhorabuena, campeón”, escribió a las pocas horas en su cuenta de Twitter. Hasta ahí llegarían las amistades. Siempre agradable. Tal vez por aquella impresión de chico bueno había quién no lo tomaba en serio. “¿Era necesario ser un bocazas para imponer respeto?”.

Mucha gente hizo mofa de las imágenes del día del pesaje, en las que se veía como Andy metía tripa cuando estaba cara a cara con Joshua. El contraste era insultante. Un chico gordito, siempre sonriente, frente a un Adonis esculpido en piedra. Elegante, ortodoxo, educado, simpático. Anthony era el ejemplo de deportista idílico. Uno de esos que brillan por su ausencia.

Aquella fue su primera aparición en suelo estadounidense, un reclamo que muchos aficionados llevaban tiempo esperando. En un principio, el show estaba listo para que se enfrentase a Jarrell Miller, natural de Brooklyn. Por desgracia para los intereses de AJ, Big Baby falló en tres pruebas antidopaje consecutivas. Tendría que buscar un rival a poco más de un mes del combate si no querían posponer más la fecha, ya que los hechos se dieron a conocer a mediados del mes de abril.

Se barajaron varios nombres. Luis Ortiz, Oleksandr Usyk o, incluso, un viejo conocido como Dillian Whyte. En algún lugar de dicha lista de posibles suplentes se encontraba Andy Ruiz, que había dado buena cuenta de sus capacidades en su anterior disputa mundial, cuando perdió por una controvertida decisión mayoritaria ante Joseph Parker por el título de la WBO. En este caso, la diferencia de tamaño entre uno y otro era sideral. Un trámite asequible para pasar a cotas mayores: un duelo ante Deontay Wilder o Tyson Fury, pleitos continuamente exigidos por parte de la parroquia boxística.

Todo estaba decidido, pero, a medida que se acercaba la noche de la pelea, comenzaron a atisbarse signos de que Anthony podría no estar del todo centrado. Quienes vivieron junto a él durante el training-camp en Sheffield eran conscientes de sus hematomas alrededor de los ojos, que insinuaban una fatiga física mayor a la habitual. Algo lo inquietaba, pero daba la sensación de estar sumamente relajado. Tras la última rueda de prensa antes de la pelea, AJ hizo algo poco común en boxeo: permitió que su rival posase ante las cámaras con sus cuatro cinturones. Acto tan desafortunado como premonitorio. Aquella era la imagen. Habría quienes lo interpretasen como una cesión de poder. Nada más lejos de la realidad, él tan sólo estaba jugando. Era parte del espectáculo. «Había algo en el escenario principal que me hacía dudar. Veía algo. Pero no entendía el qué”, recuerda Mike Costello, locutor de BBC Radio.

Flanqueado por su inseparable Eddie Hearn, siempre a la sombra, y el manager Freddie Cunningham, Anthony recorrió su camino a la excelencia deportiva. El Madison era suyo. «Equilibrio, movimiento de cabeza y lanzar con calma», se decía a sí mismo. Tenía todos los ingredientes para que fuese otra gran noche en la categoría reina. Todos excepto uno: enfrente no estaba el hombre que él quería. Se sentía un día de rutina. Incluso en el combate que protagonizaron Wilder y Fury se palpaba aquella tensión. Una fricción inexistente durante aquella velada en la Gran Manzana. «Al otro lado del ring no estaba el tipo con el que quería pelear», admitió a postre el propio AJ.

«Tengo que afrontarlo como un hombre. Nunca dejes que el éxito se te suba a la cabeza y no permitas que tus caídas penetren en tu corazón”, sentenció. Lennox Lewis, leyenda británica con la que comparte ciertas similitudes, le recomendó cambiar de entrenador tras la derrota. Ese no era el camino. Había fallado a la hora de ejecutar la estrategia. Era él quien había errado. No cambiaría su ética de trabajo ni su equipo porque ellos lo habían aupado hasta el altar en el que se encontraba. Lo acusaron de haberse distraído por culpa de sus obligaciones comerciales, pero sabía de sobra que sin todo ello su vida no sería posible. La de ningún deportista de alto nivel, al fin y al cabo. Ellos vivían gracias a la audiencia. Y la audiencia también requería ser cuidada debidamente.

Hijo de África
Toda historia tiene un comienzo sobre el que cimentarse; el 15 de octubre de 1989 un retoño de nombre Anthony Oluwafemi Olaseni Joshua vino al mundo. Hijo de Yeta y Robert, ambos de origen nigeriano, AJ jamás ha olvidado raíces africanas. Su familia perteneció al pueblo Yoruba, en el cual integraban un rango aristocrático. Como muchos otros inmigrantes, no tuvo una vida fácil. Pese a su impoluta imagen del boxeador que es a día de hoy, siempre estuvo metido en líos hasta amueblar la cabeza.

Con once años de edad, la familia decidió regresar a su país de origen, donde permanecerían un escaso año. Yeta matriculó a Anthony en un internado y éste se levantaba todos los días a las cinco y media de la mañana para ir a buscar agua, por lo que siempre estaba agotado en clase. La palabra “disciplina” estuvo grabada en su ADN desde edad muy temprana. El periplo no duró demasiado y a los meses regresaron a Watford, tras el divorcio de sus padres. Él y sus hermanos quedaron a cargo de Yeta en el barrio de Meriden, al norte de la ciudad. «Mi corazón pertenece a Watford, donde paso mucho tiempo. Si has crecido allí sabrás a lo que me refiero», asegura Joshua, quien no duda de que aquella experiencia sirvió para forjar su carácter.

Cursaba séptimo curso en la escuela Kings Langley cuando comenzó a interesarse por el deporte. Allí, sus profesores y compañeros lo llamaban Femi, como diminutivo de su segundo nombre Oluwafemi. Gracias a una genética prodigiosa, pronto destacó en fútbol y atletismo. Se dice que era capaz de correr 100 metros lisos en 11,6 segundos. Pura explosividad. El deporte lo motivaba, si bien no fue hasta 2007, con 18 años, cuando su camino se topó con el boxeo. Influenciado por su primo Ben Ileyemi, pugilista de profesión, probó suerte.

Quería dejar atrás los elementos más sombríos de su juventud, de modo que el joven Anthony se centró en sus actividades deportivas. Si habría de labrarse su propio camino, debía empezar a traer ingresos a casa, por lo que consiguió que lo contratasen como albañil. Al poco tiempo, se uniría al Finchley Amateur Boxing Club, su primer hogar deportivo. Económicamente la familia nunca tuvo una situación fácil, así que Joshua no vio otra que pedir dinero prestado a su primo para comprarse su primer par de zapatillas.

Bajo la tutela de Coach Murphy
Sean Murphy, entrenador del gimnasio, nunca olvidará las ansias que trajo aquel chaval. Nada más llegar, ya quería hacer sparring y entrenar con manoplas. Algo inusual para un chico sin pulir como él. Ante la insistencia de Anthony, finalmente Sean dio su brazo a torcer. La decisión no salió barata, ya que no se trataba de un alumno usual. Con unos pocos golpes, fue calibrando en qué consistía todo aquello y terminó rompiendo la mano del maestro de un derechazo.

Entre los gritos que se escuchaban en el club, Joshua, visiblemente preocupado, no paraba de gritar que lo sentía. La había cagado nada más empezar. Los allí presentes se lo tomaron a guasa, pero Sean tuvo que acudir inmediatamente al hospital: tenía los cinco huesos metacarpianos destrozados. En boxeo, por mucho que imponga la apariencia, el poder es algo innato. Y Joshua lo tiene. Pocos noqueadores en la historia han demostrado unos puños tan demoledores como los suyos.

Años más tarde, con unos millones el bolsillo, el buen Anthony saldaría su deuda comprando un BMW a su querido Sean, además de adquirir un autobús con el que los jóvenes miembros del club pudiesen desplazarse por toda la geografía inglesa. Desde entonces, su ascenso fue meteórico. Comenzó a llamar la atención de los grandes focos del campo amateur, imponiéndose en la Haringey Box Cup en dos ocasiones, así como en los Campeonatos ABA de alto nivel. Aún recuerda cuando le ofrecieron 50.000 libras para dar el salto al profesionalismo. Cantidad que rechazó tras cavilarlo detenidamente; su objetivo eran las medallas. Hito que lograría en 2012 en Londres.

Su convulso pasado nunca dejó de perseguirle, con múltiples problemas con la justicia: peleas, exceso de velocidad, posesión de cannabis… incluso estuvo en prisión preventiva y tuvo que llevar una pulsera electrónica en el tobillo. Durante varios meses, estuvo obligado a regresar a casa antes de las 19.30 de la tarde, siendo vetado por la policía del distrito y mudándose a Londres por un tiempo. Se había convertido en un luchador callejero, por desgracia para quien tuviese a bien enfrentarse a aquella mole que roza los dos metros.

A pesar de todo, se ganó un lugar en el conglomerado británico para los Juegos Olímpicos. Allí se colgó el oro tras una tensa disputa con Roberto Cammerelle. Después de escuchar a amigos y mentores, decidió que esta vez sus dudosas actitudes fuera del ring quedarían enterradas antes de firmar su primer acuerdo profesional.

El camino de un campeón nunca es fácil. Y la confianza da asco. Anthony lo sabe perfectamente. Sospechaba que algunos de sus “amigos” dentro de la industria boxística no dudarían en apuñalarlo por la espalda en cuanto pensasen que estaba acabado. Muchos lo hicieron tras perder contra Andy Ruiz: mandíbula de cristal, excesivamente musculoso, escasa dureza mental… todo ello lo había conducido hasta allí. Hasta el desierto. Un viaje de Nigeria a Watford. Una vida.

A sus 30 años, madurez deportiva de varios de los más grandes de siempre, arribó a Diriyah (Arabia Saudí) para demostrar que la fatídica noche del Madison no fue más que un accidente. 7 de diciembre de 2019. Las dunas lo estaban esperando.