Ronald Machado

Hoy, a los 67 años, Alfredo Evangelista habla de forma pausada, honda. El que proyecta la voz es un cuerpo macizo, cimarrón y que no ha perdido ni la enjundia ni el vigor. Sí cambió, no obstante, la melena salvaje y el rostro torvo por la gomina y una calma de héroe envejecido de western, que, en vez de desenfundar armas, lo hace con anécdotas, recuerdos lejanos de cuando desmoronó a un ya veterano José Manuel Urtain, de cuando la gloria más centelleante le insufló el pecho para resistir de pie los 15 asaltos ante Muhammad Ali, un día en el que “The Greatest” supo moverse como una mariposa, pero le faltó la última picadura de abeja, o cuando se midió contra Holmes y Spinks.

Mencionamos púgiles de Estados Unidos, porque los de Europa se le quedaban chicos a “Bichuchi”. Tenemos en este bravo boxeador que llegó desde el Club Villa Española de Montevideo a los 20 años a la realidad más incontrastablemente parecida a la ficción del Rocky Balboa de Sylvester Stallone.

Nacido en la más cruenta pobreza, usó su cuerpo desde antes de que se terminase de definir en las labores proletarias más humildes (conocidas en el Río de la Plata como “changas”) para ayudar a su familia y fajarse con el hambre hasta obtener el preciado plato de comida para sus hermanos. Eligió el camino del boxeo por encima del sueño de defender los colores de su querido Peñarol, que, luego de su arribo a España durante 1975, compartiría dividido en el pecho con el del club culé.

La famosa pelea
Tras un inicio fulgurante en el suelo ibérico, le llegaría la oportunidad que a la mayoría no le llega con apenas 22 años, contra un Ali en la mitad de sus treinta, ya con el estatus granjeado de leyenda, pero los pies más lentos. Un auspicioso guerrero charrúa nacionalizado español contra uno de los mayores hitos de toda la historia de cualquier deporte. Si bien el parecido con la épica historia de Rocky es latente, hay que revelar que es anacrónico pensar que la inspiró, pues se produjo en 1977, mientras que el filme se produjo un años antes. A veces la realidad se termina pareciendo a la ficción.

Con el decurso de los rounds, las burlas y superioridad de juego de piernas de Ali se fueron apagando, pues el imponente dios del boxeo incluso reducía su efectividad por el cansancio y la resistencia contraria de Evangelista, para quien seguramente este castigo no era mayor al de una fría mañana de invierno improvisando como albañil en el andamio descubierto de algún barrio de Montevideo. Si bien las tarjetas, unánimes, dieron por amplio margen ganador a Ali, este reconoció la inclaudicable enjundia y los dotes técnicos de su adversario, quien, a la postre se consagraría como campeón europeo de los pesos pesados en suelo madrileño, apelando, esta vez, más a la contundencia sudamericana que a la destreza europea en sí.

Desgraciadamente las sendas derrotas ante Holmes y Spinks lo alejaron de las luminarias de Estados Unidos y su pompa. Tal vez el mareo de un muchacho pobre y sin mayor conocimiento que la supervivencia de la calle cuando se encuentra con una fama inesperada truncó parte de su carrera posterior, en la que si bien siguió siendo el mismo púgil capaz de tumbar a golpes, más o menos virtuosos, a cualquier obstáculo que se le colocara en frente, también se vio enredado con conductas delictivas y escándalos que, por otra parte, parecen lejanos para este hombre maduro, todavía apasionado, que se ha dedicado a entrenar a prometedores boxeadores españoles en una época en la que el deporte es practicado según el propio Alfredo con el amor más puro y honesto, debido a su menor impacto mediático en relación a otros años dorados.

Evangelista, un animal feral de 1,85 salido de la nada, es incluso hoy, de alguna forma, ese atrevido boxeador sin miedo, pero también el muchacho crédulo que se apiada con ternura aniñada al recordar a su amigo Urtain y lamenta, y el diminutivo sintetiza su inocencia, que haya muerto “solito”.