JORGE LERA

El boxeo es un deporte de mitos y de ritos. Plagado de personajes atípicos y peculiares, pero también de lugares de culto, de recintos mágicos que son capaces de encerrar todo lo genuino e inimitable que tiene el noble arte. Uno de esos lugares irrepetibles es el gimnasio de la quinta calle de Miami, el celebérrimo Fifth Street Gym, un singular y maravilloso edificio por el que desfilaron grandísimos campeones. Desde Carmen Basilio o Sugar Ray Robinson a Muhammad Ali o Sugar Ray Leonard.
Para comprender bien los orígenes del gimnasio es necesario conocer a sus fundadores, los hermanos Dundee. El mayor, Chris, era un astuto y experimentado mánager de boxeadores que operaba fundamentalmente en la zona de Nueva York.

La irrupción de la televisión supuso una gran popularización del boxeo pero por otra parte fue acabando con las veladas que se organizaban en los pequeños clubes neoyorquinos. La disminución del número de veladas hizo que el avispado Chris cambiara de dirección. En 1950 decide desplazarse a Miami, donde se hace con un contrato para organizar veladas de manera regular. Chris Dundee se convierte así en el promotor más importante de la ciudad con una velada a la semana en el famoso Auditórium.

Chris tenía un hermano 15 años menor que él que se dedicaba a ayudarle en distintas tareas. Su nombre, Angelo Dundee. Fundamentalmente se ocupaba de cuidar a los boxeadores que Chris enviaba a Nueva York y que entrenaban en el mítico Gimnasio de Stillman.

Y fue precisamente en ese legendario recinto donde el joven Angelo empezó a aprender los secretos del oficio. Despierto y avispado, hablaba poco y se fijaba mucho. Angelo era el encargado de llevar el cubo. En otras ocasiones se le ordenaba recoger las numerosas llamadas de teléfono que entraban en el gimnasio. El que con el tiempo se convertiría en el entrenador más famoso del mundo, el hombre que dirigió las carreras de Mohamed Ali y de Sugar Ray Robinson, era el chico de los recados del Stillman Gym.

Rodeado de ilustres maestros como Chickie Ferrara, el legendario Ray Arcel, o Charley Goldman, Angelo Dundee era una esponja absorbiendo conocimientos. No perdía detalle de cómo se vendaban las manos de los púgiles o de cómo se trabajaba psicológicamente con ellos. Y por las noches, en los días de veladas, Angelo acompañaba en la esquina a estos maestros, sin duda los mejores preparadores de la historia del boxeo.

Con el tiempo, Angelo ganaba experiencia y poco a poco iba asumiendo más responsabilidades. En octubre de 1951, su hermano le pide que deje Nueva York y que vaya a Miami a trabajar con él.

Los dos hermanos en realidad no solo tenían una diferencia de quince años, sino que también tenían personalidades muy distintas. Chris era un habilidoso promotor de veladas y un sabio negociador. A Angelo no le interesaban tanto estos asuntos pero era un gran conocedor del boxeo y de sus aspectos más psicológicos. Sabía cómo tratar y cómo motivar a cada boxeador. Con el tiempo se convertiría en un gran estratega, en un zorro de la esquina.

Y en 1952, los hermanos deciden construir un gimnasio para atender a los numerosos púgiles que de forma regular o provisional boxeaban en Miami. Sería el cuartel general de Angelo Dundee. El gimnasio de la quinta calle.

El edificio de dos plantas había sido un restaurante chino en el gueto sur de Miami Beach, a escasas manzanas de las aguas del Océano Atlántico. En su fachada principal ahora destacaba un gran cartel: MIAMI BEACH FIFTH STREET GYM. Y, como mandan los cánones, el nombre del gimnasio iba adornado con un dibujo de dos guantes de boxeo.

Al gimnasio se accedía subiendo por una vieja escalera de madera. Dentro había una amplia sala de unos 30 metros cuadrados con su ring, sus sacos colgando y un amplio espejo en una de las paredes. Viejos carteles de veladas y fotos de boxeadores adornaban las otras paredes. Alrededor del cuadrilátero, había colocadas un par de filas de sillas que procedían de una desaparecida sala de cine. En ellas aficionados y profesionales del sector podían ver las sesiones de guanteo.

En la entrada, un gran cartel dejaba claro que para acceder al gimnasio como espectador había que depositar cincuenta centavos. En los días en los que entrenaba una gran figura, el precio de la entrada subía a un dólar. Según Angelo Dundee, era ésta una manera de limitar el acceso. “Teníamos que hacer algo para que no entrara tanta gente. De otra forma el suelo se nos hubiera venido abajo.”

Un curioso personaje, de nombre Emmet Sullivan, también conocido como “El Grande”, era el encargado de que nadie se colara sin pagar. En cierta ocasión, incluso se empeñó en que Sonny Liston pagara sus cincuenta centavos para entrar.

En el interior se respiraba mística y boxeo. El único aire acondicionado que existía eran unas ventanas abiertas que dejaban penetrar el calor subtropical junto a los humos y los ruidos de la ciudad. En el gimnasio de los Dundee se sudaba de verdad.

Cuando las termitas iban devorando trozos del suelo, Angelo los remplazaba rápidamente clavando piezas de contrachapado.

De una de las paredes salía un pequeño cuarto. En la puerta, un cartel rezaba: SEÑORAS. Y debajo: SOLO MUJERES.

Por si no hubiera quedado lo suficientemente claro, con letras aún más grandes y en mayúsculas se leía: FUERA BOXEADORES.

En cualquier caso, el cuarto acabó desempeñando funciones de almacén en el que se guardaba el material. Como decía Angelo Dundee, “nunca había mujeres en el gimnasio”.

Los comienzos fueron duros, pero el esfuerzo empezó a dar pronto sus frutos. Angelo empezó a trabajar en la esquina de Carmen Basilio, el primero de una larga lista de campeones mundiales. También en 1952 se unen dos de los boxeadores más populares del gimnasio, que posteriormente se proclamarían también campeones mundiales: Ralph Dupas y el simpatiquísmo Willie Pastrano, que siempre fue el ojito derecho de Angelo Dundee.

Por esos años, Angelo intensificó sus relaciones laborales con Cuba, donde trabajaba con el promotor Cuco Conde. Cuando, tras la llegada al poder de Fidel Castro, se prohibió el deporte profesional, Miami ya estaba plagada de púgiles cubanos.

Uno de ellos fue el gran Luis Rodríguez, campeón mundial del peso welter, quien se convirtió en una fuente de inspiración para todos los jóvenes boxeadores. Cuando el joven Cassius Clay empezó a entrenarse en el Fifth Street Gym, se quedó prendado del estilo del campeón cubano. Clay no se separaba de Rodríguez, se fijaba en él, le copiaba movimientos. Igualmente, Luis Rodríguez empezó a cogerle cariño a ese joven negro al que afectivamente apodaba “boca grande”. Hacía guantes con él, le enseñaba y nunca dejaba de contestar las preguntas que constantemente le hacía el joven aprendiz.

Junto a Luis Rodríguez viajó su entrenador Luis Sarriá, un verdadero sabio del boxeo, que pronto pasó a ser la mano derecha de Angelo Dundee.

Y casi como si fuera un apéndice del lugar de entrenamiento, a escasos metros estaba el restaurante Puerto Sagua, donde se podía seguir hablando de boxeo mientras se degustaba carne al estilo cubano con frijoles.

En 1963, unos diez años después de la apertura del gimnasio, los resultados eran espectaculares: Angelo Dundee es el primer mánager que tiene cuatro campeones mundiales de forma simultánea: Luis Rodríguez en el wélter, Sugar Ramos en el pluma, Ralph Dupas en el superwélter, y Willie Pastrano en el semipesado.

El vetusto local empezó a poblarse de aficionados y periodistas. Y también de esos curiosos personajes que pululan por el mundo del boxeo. Y fue allí también donde se curtió en el oficio el famoso Doctor Ferdie Pacheco. Allí todo el mundo trabajaba sin descanso… menos cuando hacía guantes Cassius Clay. Entonces todos se detenían a observar.

Además de los mencionados campeones, por el gimnasio desfilaron innumerables estrellas de paso por Miami. Carlos Ortiz, Sugar Ray Robinson, Archie Moore, Rocky Marciano, Ezzard Charles, Kid Gavilan, Joey Giardello, Jake La Motta y Sonny Liston entre otros muchos, mojaron con su sudor los viejos suelos del gimnasio de la quinta calle. También fue el escenario de la inmortal sesión de fotografía que tuvieron los Beatles con Cassius Clay.

Pero con los años, la actividad del gimnasio empezó a decaer. En los 70, Chris Dundee, que se iba haciendo mayor, empezó a organizar menos veladas. A Muhammad Ali se le quedó pequeño el gimnasio y construyó su cuartel general y lugar de concentración en Deer Lake, en Pensilvania.

A finales de esa década, estaba claro que los mejores años del gimnasio habían pasado. Angelo tenía que viajar mucho acompañando a Alí y a su nuevo pupilo, Sugar Ray Leonard. Los hermanos deciden vender el gimnasio en 1982 al promotor Félix Zabala, quien lo revendería a Roosvelt Ivory, un inversor que lo intenta impulsar con la contratación del ex campeón mundial Beau Jack como entrenador y encargado del local.

Igualmente, la fisonomía del barrio iba cambiando y cada vez el viejo gimnasio parecía más fuera de lugar. Hubo un intento de convertir el mítico recinto en un restaurante con un museo de boxeo, pero las autoridades locales denegaron el plan porque las estructuras del edificio ya no eran seguras.

El 30 de abril de 1993 se procede a la demolición del edificio, la academia en la que Cassius Clay y Sugar Ray Leonard empezaron a mamar el boxeo, el templo que años atrás retumbaba cuando George Foreman le pegaba al saco, cuando Dick Tiger saltaba a la comba, cuando Roberto Durán hacía manoplas, cuando Archie Moore castigaba el punching ball. Allí cayó hecho añicos el espejo en el que se miraban Bob Foster y Willie Pep cuando hacían sombra.

En la actualidad es un moderno edificio de oficinas. Al menos, una placa recuerda el glorioso pasado de esas paredes. Una placa en la que está grabada la imagen de Angelo Dundee con los quince campeones mundiales a los que en algún momento ha entrenado.

El gimnasio de la quinta calle de Miami es uno de esos lugares de culto para los amantes del noble arte. Un escenario irrepetible que encerró la más pura esencia de la mejor época del boxeo.

Bibliografía recomendada:

“Ringmasters”, Dave Anderson

“Corner men”, Ronald K. Fried

“I only talk winning”, Angelo Dundee

“In this corner”, Peter Heller