Antonio Salgado Pérez
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Siempre poseyó una voz única e inconfundible. Y era fácil verle con una sonrisa, que otorgaba generosos pliegues a un rostro que no denotaba su pase por el ring. La mayor parte de su vida estuvo relacionada con la rama del automóvil, donde prodigó competencia y respeto. Pero cuando tenía diecisiete años ya lucía la licencia de boxeador amateur que, para él, constituía todo un orgullo. Estábamos en el ecuador de la década de los 40 del pasado siglo cuando, en la Península, descollaban Martín Testillanos, Eusebio Librero, Luis Romero , Luis de Santiago ; y también los José García Álvarez, Juanito Martín y José Ferrer, sin olvidar, por supuesto, a los “pesos mayores”, a los José Ferrer, Estanislao Llácer, Ignacio Ara, Fidel Arciniega y Paco Bueno, entre otros. Y claro está, el púgil grancanario Nicolás Santana “Young Ciclone”, que en el año 1945 fue el primer púgil canario en proclamarse campeón de España en el terreno profesional, al vencer al catalán Lloveras, por el cetro nacional de los pesos plumas.
Aquí, en Santa Cruz, en aquel inolvidable local, al aire libre, de nombre tan guanche como Tinguaro que estaba instalado en la trasera de lo que es hoy el Edificio Olympo- ; en aquel recinto polideportivo, decíamos, salían a combatir los “héroes” de aquella época, los Cubanito, Lemus,l los hermanos Abreu, Pepe Rodríguez, Basilio, Paco Bello, González II…Y , entre ellos, Diego Aranda Almenar que ahora, a sus 85 años, acaba de nacer para la muerte. Una vez nos confesó que el citado Tinguaro había sido la auténtica cuna del boxeo tinerfeño. Y con evidente nostalgia nos recordaba que “allí cada barrio llevaba a su boxeador”. Y el Tinguaro, que también fue escenario de grandes tardes de lucha canaria, “era un marco muy acogedor y céntrico”.

Aún retengo aquella inicial exclamación y las explicaciones de Aranda: ” ¡ Qué afición la de aquel entonces¡ Nosotros, los boxeadores, nos peleábamos por salir a pelear, y no es un juego de palabras. Salían púgiles de todos los rincones de la capital y zonas periféricas. Nos daban treinta y cinco pesetas por cada combate. Pero ni las mirábamos. Sólo nos importaba pelear, actuar ante el público, ocultando toda clase de lesiones o de dolores para que pudiésemos subir al cuadrilátero. Teníamos penurias en el gimnasio y en nuestras vestimentas deportivas En aquella época, la Federación nos daba un vale y nos íbamos a un bar que estaba frente al popular Jandilla, de la calle Candelaria, para que tomásemos un ponche con el objeto de que estuviésemos fuertes antes de afrontar el combate de turno”.
Aranda, menudo y bullicioso, que nació en los aledaños de la santacrucera ermita de San Sebastián, tuvo problemas en la báscula, con su peso. Con cuarenta y cinco kilos no podía militar ni en la categoría de los moscas. Por tal motivo siempre tuvo que vérselas con rivales muy superiores en peso, estatura y envergadura. Disputó, como amateur, treinta combates. Tuvo a los mejores preparadores de la época: Paco Valentín, en el Frente de Juventudes; Helenio Padrón, en el Cuatro Torres; Juan “El Rubio”, en el Nuevo Obrero y Benchomo; y Julio Moreno y Lorenzo, en los locales del antiguo Hotel Victoria, con balcones que daban a la plaza de la Candelaria.
Aranda se enfrentó a los rivales más característicos de su época: Sabater, Pedro Díaz, Tom Carby, Teivol, Álamo, Fariñas, Cubanito, Luis Quintero, entre otros. Y nos matizaba: “El más difícil fue Pedro Díaz, que boxeaba mucho, con estilo y precisión; y el más peligroso, Luis Quintero, por “su trallazo”.
Como púgil, el máximo orgullo de Aranda, era éste: “Nunca perdí por k.,o. Y cuidado que tuve a rivales de postín”.
En agosto de 1994, Diego Aranda, que no podía desligarse del pugilismo, accedió, por sus méritos y conocimientos, a la vicepresidencia de Amateurs de la Federación Tinerfeña de Boxeo, que presidía Arturo Reyes. Y, a cada instante, y en los prolegómenos de nuestras veladas pugilísticas, y con aquella habitual sonrisa que nunca perdió, nos decía: “Los jóvenes de antes no éramos ni mejores ni peores que los de ahora. Pero sí soportábamos más. Muchas veces salimos del muelle santacrucero, en aquellos inefables correíllos, a las dos de la tarde, para boxear, ese mismo día, en Las Palmas, a las diez de la noche, tras una travesía, en cubierta, de casi siete horas… Después vinieron los Junkers de diecisiete plazas. Si había buen tiempo, a volar…Las alas, por la ventanilla, parecían las de una gaviota”.
Aranda, como púgil, no consiguió títulos ni simbólicas coronas. Pero durante aquella lejana época cosechó algo más beneficioso y perdurable: amigos y relaciones que hoy, cuando nos ha dejado para siempre, recordarán sus efusivos abrazos y saludos; su educación y estilo en los negocios; sus ponches frente al Jandilla y aquellos intrépidos vuelos en los Junkers antes de subir a los cuadriláteros de la isla hermana.

Pie de foto
Año 1949. Plaza de Toros de Tenerife. De izquierda a derecha, Juan «El Rubio» (preparador), Diego Aranda, Domingo Reyes (árbitro), Paco Álamo y René (preparador).